Leche Derramada es, ante todo, una soberbia historia de amor. Chico Buarque confirma, una vez más, su enorme altura literaria, transformándose en una rara avis que puede nadar en dos disciplinas artísticas sin que una le pese a la otra. Sin que una sobresalga sobre la otra. Con la crítica rendida a sus pies, absorta de tanto talento. Absorta por no poder fustigar el paso de un músico excepcional hacia la literatura más elevada.
No, no es improbable que en las primeras páginas se nos presente aquel cuento del gran Cronopio, Torito, pero a medida que avanzamos aprobamos que tan sólo es una cuestión de estructura y presentación, pero que en algún momento se abre hacia otra dirección. Si en Torito, el boxeador nos habla indirectamente, en Leche Derramada, Eulálio le habla a quien esté enfrente, desde su hija, la enfermera, el médico, o nadie más que la persona que él ubica en ese lugar de escucha. Escuchamos todo, pero no somos los destinatarios de sus palabras.
La novela no tiene más ambición que la de exponer las memorias de un anciano postrado en una cama de hospital, quien nos refiere haber sido alguien muy importante en el pasado, proveniente de una familia de alcurnia que fue cayendo en desgracia a medida que se sucedían las generaciones. Quién sabe, quizás todo este desteñido o imaginado, aumentado por la distancia de los hechos, en boca de quien añora (o desea) un tiempo mejor.
Pero en mi opinión, la verdadera historia gira alrededor de Matilde, la mujer que desaparece-muere-es internada- se suicida-se va con otro hombre, cuyo destino va fluctuando según el humor de su esposo, Eulálio, recordándola. No sabemos qué habrá sido de esa mujer, si es que realmente fue internada en un hospital para tuberculosos, o bien fue real su traición y dejó a su hija y a su esposo, por el amor más grande algún otro hombre.
Lo cierto es que desde el momento en que leemos (escuchamos) las palabras de Eulàlio, no podremos dejar el libro hasta que calle, hasta que nos cuente todo, de la manera más impresionante, fuerte o liviana, con jactancia o sin el más mínimo rigor. Porque no sabremos detenernos al leer: “(…) Por eso no es de extrañar que salga como un loco detrás de ella, pero eso sólo ocurrirá dentro de un rato, Qué raro, esto de tener recuerdos de cosas que todavía no han pasado. Acabo de recordar que Matilde va a desaparecer para siempre. (cap. 17)
Cómo acaso no estremecerse al escuchar que, mirando a su hija, recuerda: “Por entonces, a menudo amanecía inquieto, iba a despertarte para comprobar lo que quedaba de Matilde en tu rostro. (…) Era como si, en el silencio de la noche, Matilde pasara a recoger sus cosas en el rostro de su hija, en lugar de llevarse los vestidos del armario o los pendientes del cajón” (cap 15).
Y como si fuera poco, a partir del capítulo 19 (uno de los textos más soberbios que he leído en muchos años), la novela en vez de menguar por su próximo fin, sube sin descanso para atiborrarnos de literatura y amor y soledad y dolor. La vida representada en leche, que cuando sobra, va mordiendo el alma, y hay que derramarla, perder vida, acaso, para seguir viviendo.
En español, sólo están disponibles Budapest y Leche Derramada. No leerlas es perderse un mundo. Un mundo que, de perderse, nos dejará menos justificados. Más no puedo decir.
1 comentario:
Leí el libro en primavera. No sé de dónde salió, tal vez lo compré algún día casi sin darme cuenta. Y otro, lo empecé, y al otro lo acabé, rascando minutos en el intervalo como una desesperada. Pensé qué dirías tú. A punto estuve de pedirte que lo leyeras y escribieras algo. No ha hecho falta, es gracioso. Tan lejos como estamos.
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