Yo creo que lo de “Cartas” tiene mucho que ver con aquella vez que estaba en el parque Rivadavia, en la feria de libros usados. Me acuerdo que estaba mirando libros y encuentro “Rebecca”, de un tal Ernest Lipstein; un ejemplar de tapas negras con dos o tres puntitos blancos perdidos por ahí. Lo doy vuelta y en la contratapa se resumía la historia:
“Rebecca es una niña que ha vivido su infancia en el sur de los Estados Unidos. Su padre alcohólico jamás se ha interesado por ella mientras que su madre se escapa con un malabarista del circo que llega todos los años al pueblo. Hasta que un día Rebecca desaparece misteriosamente. Treinta años después, una niña huérfana triunfa en Hollywood y se convierte en la actriz más mimada del mundillo del cine. Bill Almis, un prestigioso periodista de Los Angeles, llega hasta la niña y quiere averiguar sobre su pasado.
Entonces la pequeña estrella le muestra un montón de cartas que les ha escrito a sus padres desconocidos durante los últimos cinco años. Por un hecho fortuito, Almis se entera de la historia de Rebecca, y cree ver allí un enlace cuya casualidad pone en duda. Almis y la pequeña estrella abren paso a una historia alucinante en la que dos niñas, en dos tiempos al parecer distintos, comparten una identidad sorprendente.”
Me imaginé que la novela era una porquería, no sé por qué, pero me quedó grabado eso de las cartas que la niña les escribe a sus padres desconocidos. Por eso supongo que ese argumento viajó en mi memoria a la espera de ser utilizado, y aquí están mis cartas, mi ¿sección? “Cartas”, porque aunque en mi caso, si bien podría haber un destinatario, en realidad, ese nombre está contaminado por el tiempo y superpuesto a muchas otras personas, noches y juegos.
Le estoy escribiendo a alguien que existió pero que el tiempo ha vuelto un desconocido, cuya dirección me es un misterio, y cuyo pasado se entremezcla con un presente que intento anudar de algún modo.
Además, ahora se me viene la comparación entre una oficina de correos y una editorial. Son como dos canales posteriores, que nada tienen que ver con lo que envían. Las cartas que no se mandan y los libros que no se publican poseen una entidad inalterable cuya magia está en su contenido y no en su lectura. Escribo cartas que no envío, pero que leo, y eso es lo que me hace bien. El resto es otra cosa. Qué, no sé, pero es otra cosa, seguro.
Over.
“Rebecca es una niña que ha vivido su infancia en el sur de los Estados Unidos. Su padre alcohólico jamás se ha interesado por ella mientras que su madre se escapa con un malabarista del circo que llega todos los años al pueblo. Hasta que un día Rebecca desaparece misteriosamente. Treinta años después, una niña huérfana triunfa en Hollywood y se convierte en la actriz más mimada del mundillo del cine. Bill Almis, un prestigioso periodista de Los Angeles, llega hasta la niña y quiere averiguar sobre su pasado.
Entonces la pequeña estrella le muestra un montón de cartas que les ha escrito a sus padres desconocidos durante los últimos cinco años. Por un hecho fortuito, Almis se entera de la historia de Rebecca, y cree ver allí un enlace cuya casualidad pone en duda. Almis y la pequeña estrella abren paso a una historia alucinante en la que dos niñas, en dos tiempos al parecer distintos, comparten una identidad sorprendente.”
Me imaginé que la novela era una porquería, no sé por qué, pero me quedó grabado eso de las cartas que la niña les escribe a sus padres desconocidos. Por eso supongo que ese argumento viajó en mi memoria a la espera de ser utilizado, y aquí están mis cartas, mi ¿sección? “Cartas”, porque aunque en mi caso, si bien podría haber un destinatario, en realidad, ese nombre está contaminado por el tiempo y superpuesto a muchas otras personas, noches y juegos.
Le estoy escribiendo a alguien que existió pero que el tiempo ha vuelto un desconocido, cuya dirección me es un misterio, y cuyo pasado se entremezcla con un presente que intento anudar de algún modo.
Además, ahora se me viene la comparación entre una oficina de correos y una editorial. Son como dos canales posteriores, que nada tienen que ver con lo que envían. Las cartas que no se mandan y los libros que no se publican poseen una entidad inalterable cuya magia está en su contenido y no en su lectura. Escribo cartas que no envío, pero que leo, y eso es lo que me hace bien. El resto es otra cosa. Qué, no sé, pero es otra cosa, seguro.
Over.
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