Nada de instinto, de actos reflejos o del perro de Pavlov, ni siquiera me vengan con presentimientos o corazonadas. La clave está en la conciencia de placer, esa misma que nos abruma, nos derrumba y nos obliga a vivir. Sentir y saber al mismo tiempo eso que es sentir, analizarlo y desplegarlo como un moebius enloquecido.
Tengo la conciencia de que eso me hará gozar, de que todo el abismo que lo circunscribe es, en realidad, un puente que no cesa. Vivir para cruzar, hasta que tomo conciencia de que ya no hay nada, ni puente ni abismo ni tu furia ni el latigazo de café antes de abrir del todo los ojos.
La conciencia de placer, del placer, de la ubicua trampera que nos seduce con su mordida de amor. Digo, hasta que levantamos la lapicera y cerramos la página y se acabó la peli y ya no tiene sentido el insomnio, ni el sueño. No hay sueño. La conciencia de la negra nada.
Over.
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