viernes, 8 de abril de 2011

Perder el tiempo...


Me gusta por ejemplo buscar palabras y elegir personas. Sería algo así, a ver: pienso en la palabra “encapotado”. La usamos para decir que está muy nublado y próximo a llover. Pero sólo es común entre gente de más de 45 años. Entonces busco a alguien joven, digamos veinte años o menos. Le pregunto si está encapotado afuera. Analizo su cara. Si no me detiene, me pregunto dónde escucho la palabra. Así, sigo. Lo hago al revés, con gente mayor uso palabras más actuales. “¿Cuál fue el trabajo más alucinante que pegaste?”, le pregunto al señor de setenta, o mejor, arriesgo algo así como: ¿Nunca se copó con algún viaje extraño?”.

Busco la expresión. Generalmente se entiende por contexto, pero algo salta en las cejas, o en los párpados: el cerebro delata en el gesto, su rápida conjetura.

Es un ejercicio, casi una obsesión. Pienso en la edad, y elijo palabras, frases. Sé que saltean la unidad y van al sentido, así funcionamos todos. Del mismo modo que no pensamos en preposiciones, adverbios o complementos, sino que aprehendemos la idea, como si nos llegara un todo que no muestra sus partes.

Pero lo que más disfruto es armar contrastes de palabras que nunca van juntas. Lunfardo con italiano, argot y adjetivos inusuales. A ver, digamos, “Los pibes de ahora no fasean tanto, pero se fajan con merca, y es espeluznante la cantidad de alcohol que se bajan de un saque”. Cuando estoy inspirado me salen unos pastiches antológicos. Me gusta manejar el registro. Me gusta pensar en lo que digo, y encima cómo lo digo. Y la cara del otro. Y así voy: mi pequeñito placer diario.


Over.



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