miércoles, 11 de enero de 2012

Lejos

Mientras sigo en el tren junto a Hans Castorp, leo hacia la página 200 de La Montaña Mágica, una idea que me superó. Seguramente, a muchos pacientes (a todos nosotros que alguna vez hemos sido pacientes) se les pasó la idea de desear que al doctor le suceda lo mismo que a uno, para que sienta lo que se sufre, y así nos dé la medicina más fuerte y más rápida.

Deseamos, con furioso morbo, que nuestro doctor sienta el dolor de muelas, de espaldas, de la mente, y que no seamos más que compañeros. Pero no, todo lo contrario, el médico debe estar lejos, frío y atento. Si gritamos, se aturde. De algún modo, inentendible, no debe escucharnos. Debe saber.

Enorme Thomas Mann:

"La camaradería del médico y el enfermo debe ser elogiada, y se puede admitir que únicamente el que sufre puede ser el guía y salvador de los que también sufren. ¿Pero se puede concebir un verdadero dominio espiritual sobre un poder por alguien que se cuenta entre sus esclavos? El que está esclavizado, ¿puede proporcionar la liberación? El médico enfermo es una paradoja, un fenómeno problemático para el sentimiento simple. Su conocimiento científico de la enfermedad, ¿no se ve más bien turbado y confundido por la experiencia personal, que enriquecido y moralmente fortificado? No mira al enfermo cara a cara con la mirada franca del adversario, se ve cohibido, no puede tomar claramente una decisión y, con todas las precauciones convenientes, es lícito preguntarse si quien forma parte del universo de los enfermos puede interesarse por la curación o simplemente por la conservación de los demás en la misma medida y grado que un hombre sano."


Over.

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