A las 7.30 de la mañana, la gorda Figueroa pretendía que entendiéramos a Husserl. En realidad, mi problema era con Figueroa; la odiaba, la despreciaba, sus tumultuosas caderas me sacaban de quicio. Pero no era su cuerpo, era su voz inerte y monocorde, insistente y fatal. Y porque nunca me puso más de un 4. Y porque yo tenía 20 años, claro.
Pero quiero contar algo de Báez, el flaco que venía de San Fernando y que tenía todos los rasgos de esos loquitos de Estados Unidos que un día empuñan
Ok, la cosa es que Figueroa tenía la puta costumbre de comentar los parciales antes de entregarlos, con nombre y apellido. A mí me daba con todo, desde que me había equivocado de carrera hasta que quizás me convendría pensar en algún oficio. Pero Báez siempre fue un relojito, un gran estudiante, y sabía de Sartre más que la misma Beauvoir.
Ese día empezó a entregar los exámenes. A mí me dijo que me planteara repasar algunas materias del colegio secundario. Yo, mientras, le miraba las piernas de elefante y lo hacía con tal pérfida fruición que yo sé que la hacía sufrir. Cuando llegó el turno de Báez, le dijo: “Báez, usted es muy bueno, se nota que ya sentó cabeza, pero hace rato que está escribiendo cualquier cosa. Todo el examen está lleno de digresiones. No se entiende nada, es todo muy confuso. Mire, hasta le diría que quiso engañarme pensando que no lo iba a leer. Pero yo leo todo, Báez, y le repito, esto no se entiende.”
Ahí nomás, Báez se paró y le espetó: “Hay quien nace póstumo” “¿Cómo dice, Báez?” ladró la gorda. “Que usted no reúne los requisitos para entenderme. No me puedo mezclar con ciertos autores actuales. Menos aún, con lectores actuales”.
PD1: Báez, si de puta casualidad me estás leyendo, estuviste diez puntos. Ojalá no mates a nadie ni te dediques a atender jubilados en un banco de barrio.
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