viernes, 25 de febrero de 2011

La vio como cien veces.


La vio como cien veces, especialmente de espaldas o sentada en el primer piso del bar griego.
Los domingos por la tarde, imantado por esa calle y ese bar, salía con el periódico debajo del brazo derecho y caminaba lento, sí, y decidido también. Pero una calle antes, abordado por la conciencia, reparaba en el inútil recorrido que repetían sus pasos, en lo inverosímil que se volvía el futuro luego de sus palabras, cuando ella se daba vuelta y lo escuchaba.

La vio sola, acompañada, amada, dejada, triste, ansiosa. La sorprendió con la lapicera y el pequeño anotador. ¿Seguía escribiendo? ¿Era lo mismo? ¿Estaba, por fin, empezando un cuento?

Las noches de otoño, que se sueltan del cielo y caen resignadas al frío, tan rápido se empujan unas a otras hasta agotarse y ceder. Le gustaría decirle que la vio como cien veces de espaldas y que el pelo le quedaba mejor corto, y que en otoño las noches empiezan a estirarse y a correr al mismo tiempo. El ocioso y melancólico invierno que se esconde detrás de los días que no vuelven, tenaz, lo acompaña desde la casa hasta el bar griego, en una de las mesas del fondo del lugar, para verla especialmente de espaldas y con el pelo largo.

La vio los domingos después de las cuatro, antes nunca, y los martes y los miércoles, y los viernes de lluvia, como respetando la promesa ya vana y perdida, como temiendo perder el consuelo de la fe que usa a la eternidad como máscara.

No es tan difícil reconocer que la lluvia traía lágrimas y abismos, perfectos huecos de tiempo que se colaban por la mañana. Let’s make it easier, ephemeral as love can and must be, let’s say the day’s through and every Sunday after four, turn around and pretend you don’t see me, but you do, of course you do. Hasta que llega un momento en que el hombre se decide, de buena o mala gana, a dar un paso cualquiera, es verdad, y Raskolnikov ya lo sabe, y en otoño, cuando las noches pesan y vuelven y corren hasta el domingo después de las cuatro, la bruma de un futuro aplastado busca fin, deshacerse de pasado frío, amor y consuelo barato.

La vio como cien veces, y los viernes de lluvia era peor porque se abría el círculo y todo parecía mutar en espiral, en peligro de ayer y mañana pegoteados por la insistencia del cálido regreso. Y tonto. Y otra vez lo mismo.

La vio como cien veces especialmente los domingos y cuando era peor, los viernes de lluvia. Y después, en ese tiempo que él buscaba para poder decir después, para levantar la barrera que dividía, en el territorio que lo mezclara con él mismo, la vio, detrás del vidrio de la librería, en ese lugar más lejos que lejos, a través de su propia imagen, la vio. La volvió a ver, con el pelo largo y la mirada escondida. ¿Qué cifraban las tardes en el bar griego? ¿Qué cifraba la distancia inútil? ¿Por qué no se cortaba el pelo de una vez por todas?


Over.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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