En el medio había un árbol. Diez, doce puertas, una galería recién pintada, y enseguida la tierra. Unos pasos más y ahí estaban los bancos de madera y una mesa con venecitas.
Jugábamos a cualquier cosa.
Llovía y la copa del árbol no dejaba pasar una gota. Después, en cualquier momento, nos levantábamos y buscábamos nuestra puerta. De a dos, siempre de a dos en aquel tiempo. Los cigarrillos. La ducha. Giraba el día y la noche traía de vuelta al árbol, la lluvia quizás, el agua que no pasaba.
Un panóptico del amor, de calidad estándar y a todas luces mediocre. Las puertas siempre en el mismo lugar, el árbol cargado de hojas y de sombra, el beso ensayado y la absurda ilusión de que algo podía cambiar. Suerte que pude salir. El aburrimiento moral es veneno también, pero mucho más real.
Over.
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