miércoles, 8 de octubre de 2008

Juan



Algo debe haber detrás de este crecer a contramano”, se decía Juan, sin hacer el mínimo movimiento de labios, todo generado en algún lugar previo al pensamiento, casi simultáneo a lo que se repitiera tantas veces en las últimas horas. En el fondo del pasillo, en la piecita cuatro, Juan tomaba mate y se llenaba de galletas húmedas que al contacto con el agua caliente se volvían algo realmente insípido. Para colmo, Claudia lo esperaba a la noche, cuando la brisa aliviara el denso atardecer, y junto a la noche también vendría la respuesta, esa especie de claudicación adolescente que a Juan le corría por todo el cuerpo.

Sin embargo, Juan, mareado entre las capas que lo tironeaban de un lado a otro del tiempo, sabía que como una rebanada de pasado que se incrustaba en todas las decisiones, estaba esa otra cara, esa esperanza que le navegaba las manos y la boca y que de tanto recordar ya había destrozado y vuelto a armar decenas de veces.

Claudia, si al menos no me trajeras detrás de tu caricia, la ausencia de otra cosa, si no hicieras que el contraste rebajara la esperanza”. Juan no lo pensaba con esas palabras, más bien dejaba que la idea le pasara por los poros, se hiciera transpiración y más tarde intentaba reconstruir en gotitas lo que como un bloque indivisible se le venía desde otra parte. Entonces, mientras cada mate le lamía tibiamente la garganta, Juan pensaba si no sería mejor decirle a Claudia que algo no andaba del todo bien, que ella no tenía nada que ver, que era más bien algo que él no podía manejar y que iba a terminar por hacerle daño. Pero ella le contestaría que si no lo podía manejar, lo mismo daba estar sólo que con ella, que ella lo quería y que prefería ayudarlo, porque eso es el amor, ¿no?, sería hasta egoísta de su parte desentenderse justo en ese momento.

Claudia está enamorada y lo que hace para no perder este generador es increíble”. Eso sí lo pensaba Juan, letra por letra, y hasta el sonido de cada vocal le volvía la cara a aquellos años en los que él, precisamente él, habría dado su vida por no perder la ausencia que Claudia traía en su sonrisa fácil.

Volver al pueblo era perder. Para que todos digan ahí volvió el Juancito, las cosas no le anduvieron en la Capital, parece. No, eso era lo último. Entonces Juancito le daba al mate y ni se preocupaba por cambiar la yerba que se disgregaba en palitos en el agua ya tibia, como toda esa araña de sueños que lo despertaba a cualquier hora, eso, los sueños que flotaban en la barrosa vigilia que hervía en otras formas. Pero volver también podía ser ir hasta la puerta, tocar despacito, esperar que saliera y decirle que se fue pero que no puede pensar en otra cosa, que se la pasa de la facultad a la piecita, atragantándose con libros y palabras o intentando escribir algo. Y que también hay una chica que se llama Claudia, que me quiere bien y yo también a ella, pero vos te andás apareciendo todo el tiempo, quería saber, si a lo mejor, pero ahí se cortaba la posibilidad, se rompía y todo se abría como en un calidoscopio fijo. ¿Lo miraría con piedad? ¿Con bronca? ¿Con cansancio? Lo humillaría con un no grande como la mancha de humedad que la dueña de la pensión prometía arreglar hacía como cinco meses.

Pero eso era una canallada, algo que Juan aceptaba de mala gana, porque él mismo consiguió el arma, él mismo, trabajado por el amor, fue hasta la casa antes de que se hiciera de noche y esperó agazapado y le metió el litro de ginebra al viejo Díaz. Esperó que el alcohol le desbocara la ira, le contó que su hija lo quería denunciar, que le iba a sacar la casa, que lo iba a dejar en la calle como a un perro. Y ahí, en ese frío teatro en el que el viejo Díaz se convertía en actor a la fuerza, se abrió la puerta y Díaz vio a su hija y vaya a saber cuántas cosas más, cuántas mujeres, cuántas noches con la espalda derrotada de tantos golpes que su propio padre le daba por lo que fuera. “Hija de puta, así que terminaste siendo una putita como tu madre, pero yo no soy ningún pelotudo, te voy a arrancar la jeta de una trompada”, balbuceó el viejo Díaz, estirando las sílabas, aumentada su violencia por el alcohol y por su propio pasado insoportable.

Primero le dio de lleno en la mandíbula, y antes que cayera, con un sorpresivo reflejo, le largó una patada que fue a dar sobre las costillas. Juan se levantó y aunque las marcas eran necesarias, no dudó en agarrarlo fuertemente de la nuca y apoyarle el revólver en la garganta. La bala lo anuló al instante. Juan tiró el arma y corrió a abrazarla. Ella intentaba dividir el llanto, otorgarle lágrimas al dolor de los golpes, los que se acumulaban en su cuerpo desde hacía tanto tiempo, y a la fresca realidad de saberse huérfana para siempre. El resto fueron los detalles que a nadie interesaron. Todo el pueblo sabía que el viejo Díaz era un borracho y que un día las cosas iban a terminar mal en esa casa.

“Este tiempo tan húmedo tiene que significar otra cosa, no me duelen los huesos porque sí. Esto se irá como una pus, de algún modo este agobio de eternidad, este infierno, se hará hoja seca”, intuía Juan entre cada mate. Podía ir y amenazarla con contar todo, que las cosas se habían preparado. Se imaginó en la cárcel, y tristemente se dio cuenta de que las cosas no cambiarían demasiado.

Quizás todavía quedaba algo de luz, pero en la pensión la noche bajaba siempre antes, en esa piecita de cuadritos baratos donde la soledad estaba amurada para siempre. Se cambiaría y al llegar, Claudia se le treparía al cuerpo, lo ahogaría y le buscaría la boca con esa risita entre infantil y contagiosa, y quizás un poco boba también, y le diría que tiene ojeras, que el estudio lo está cansando demasiado. Él le pasaría la mano por el pelo, haría que sus dedos se dejaran acariciar por esa suavidad rubia que tanto le había atraído desde la primera vez que la vio. Después sacaría un cigarrillo y Claudia le pediría que no fume y él acataría. Y se pondrían hablar y Juan tendría que decir algo, dar una respuesta.

Cuando abrió la puerta se dio cuenta de que empezaba a llover. Eran gotas pesadas, lentas, como si a una inmensa lágrima le hubieran acertado un tiro en el centro y el viento no permitiera que todo se desintegre en pequeñas líneas.

Una lengua rosa, algo así como un imperfecto lienzo horizontal, se resistía con un poco de luz en el oeste. Juan pensó que a lo mejor podría decirle a Claudia que ella se iba a casar con un asesino. Pero cuando el fósforo se reventó contra la cajita, en ese momento en el que la explosión es amarilla y fuerte, entendió que a Claudia no le importaba quién era ni quién había sido. Fácil, como a él no le importaba que lo hubieran usado para una muerte y ahora otra mujer le perforara el aliento con esa ausencia que lo enloquecía.


Over.



PD: ¿Será verdad que nadie lee más de dos párrafos en el post de un blog?


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