El ventilador insistía con su monótona cadencia de giros inútiles, en otro intento de espantar el oscuro calor de aquella noche de febrero. No era suficiente, no mejoraba la realidad, pero, asqueado del aire acondicionado, Pino había preferido el calor de las sábanas pegajosas.
Sin abrir los ojos, tanteó el revólver bajo la almohada, le sintió su realidad y sólo después apretó los párpados y decidió levantarse. Buscó el vaso de agua en la mesita de luz y escuchó los golpes en la puerta: “Diario, Pino.” Mientras caminaba hacia el living, desde algún lugar del patio interior subía “Sabor a mí”, tocada en tempo de bossa por algún pianista soberbio. Pino escuchó la música sin detenerse. Miró a través de la mirilla y controló al policía del turno mañana. “Buen día, Irigo”, dijo con el tono que sabía tener en aquellos tiempos en los que su mirada era un filo intolerable. “Tomá el diario, Pino, qué calor que hace la puta madre”.
Pino había sido siempre un cobarde, y eso de “morir en su ley”, significaba más unas frase hecha para perdedores que la contingencia obvia de todo rufián. Por eso, cuando el Estado le propuso seguridad a cambio de información, Pino no lo pensó demasiado. Su poder se había deteriorado, demasiadas bocas estaban echando humo en la cárcel, y si no lo alcanzaba la bala de un enemigo, tarde o temprano le llegaría el show de las cámaras, la policía y su grandilocuente detención. No, nada de eso, Pino eligió lo mejor para él, como se lo había inculcado su padre, y ahí estaba, escondido en un departamento de dos ambientes, con un policía en la puerta todo el día. No podía salir a ningún lado, menos ahora que su palabra significaba la condena de Tute, el tipo que se disputaba su lugar, y el único con el poder (y el rencor) necesario para atentar contra su vida.
En medio del salón, con el diario en una mano y el cigarrillo en la otra, Pino pudo ojear una noticia abrumadora: “En intenso tiroteo, es abatido Tute, el temido capo mafia”. Sobresaltado, se sentó en un sillón y leyó la noticia en la página cuarenta y dos. “Cercado por la policía, Tute no dudó en abrir fuego contra los oficiales, aunque en un intento por escapar, fue sorprendido por una mujer policía quien a pesar de recibir un disparo en la pierna izquierda, pudo acertarle dos disparos en la frente al delincuente. Así, a Tute le llegó la muerte antes que la palabra de Pino, el testigo estrella de la fiscalía. ¿Cuánto valdrá la información de Pino hoy en día, con el nuevo jefe muerto?”
Pino sonrió, todo su cuerpo lo hizo. Envalentonado por el giro del azar, abrió el ventanal del balcón que siempre flanqueaba la luz de afuera. Salió. El sol ya incendiaba los cuerpos, pero Pino no sentía nada, nada, nada más que la euforia que sucede al fin del agobio, la certidumbre de saberse, de algún modo, libre por mucho tiempo.
Aspiró la primera pitada del cigarrillo y la risa se le coló entre la tos y las palabras: “lo matónuna mina, qué imbécil, una mina”. Y en medio de la carcajada, la bala le llegó de frente, y lo detuvo al instante, lo congeló, y hasta se podría decir que murió feliz sin enterarse de su torpeza.
Ahora se abría otra investigación, caerían nuevos soldados, jefes, policías. Pero Tute seguiría siendo, ahora más que nunca, la cabeza real de la organización mafiosa más importante de la ciudad.
En cuanto a Pino, quizás su hija lo eche de menos, y hasta guarde aquel ejemplar único que recibió su padre antes de morir. Ella era joven y ya lo había aprendido. Los diarios están llenos de noticias falsas: eso lo debería saber cualquiera.
Over.
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