De los inconcebibles pleitos que aloja fiel la memoria, ninguno como el de Pedro Ariel Llendas, militar distinguido por la codicia y el alcohol, aunque no fueran distinguidas las bebidas que amansaban sus noches, tardes y finalmente la jornada entera.
Bravucón de historieta, a Llendas se le debe la primera venta de un río nacional, primera y única, es claro, y por la que pagarían con una embarcación precolombina que, según los cálculos del militar, superaba en valor holgadamente al cauce hídrico. El papel que documenta la transacción, rebalsa de humor y descrédito, del cual transcribo unos párrafos a modo de ejemplo:
27) Se deja constancia que el cauce hídrico, ubicado en (aquí aparecen coordenadas), será propiedad de la empresa Anuel, sin vencimiento ni caducidad alguna, y que la empresa puede decidir el destino del espacio, pudiendo secarlo hasta su mismo fondo, o aumentar su caudal para que crezca no más de diez metros de cada lado. Todo esto sin perjuicio de consensuar la inundación con posibles moradores de sus costas.
38) La embarcación será traída desde los astilleros de la empresa, debiendo navegar al menos en una oportunidad, toda la extensión del río, no haciéndose cargo la empresa por posibles daños o bien hundimiento total. En caso de suceder esto último, los gastos del encallamiento correrán por cuenta del beneficiario de la embarcación.
Y ahora, lo mejor.
61) En el caso de que el río quisiera ser cruzado, deberá el aspirante, abonar un suma prefijada a la empresa, no importando si hiciera uso de una embarcación o bien decidiera aventurarse al nado simple. Del mismo modo, la pesca queda reducida al bagre y la lisa, corriendo riesgo, quien no cumpliere con la exclusividad, de ser multado convenientemente.
78) En caso de congelamiento total del cauce, la empresa podrá percibir una indemnización igual al 1 por ciento diario del valor de comprar del mismo. Aunque se deja constancia, que quedará prohibido, en tal caso, todo tipo de actividad sobre hielo.
El abrumado militar, tras firmar el disparate, fue interpelado por el Congreso y obligado a devolver el dinero a quien correspondiere, como así también declinar el pago con la embarcación precolombina. Fustigado por la deshonra, el oficial no dudó en entablar un juicio contra el Estado y anunciar el pedido de pena de muerte para los representantes que lo hubieran increpado.
Nada prosperó, ya no por la falta de tozudez del militar, sino por la exacta aparición de un trapo mojado en la entrada del Colegio de Oficiales, el cual se transformó en una trampa mortal que terminó primero con la entereza del cráneo de Llendas, para finalmente apagar su existencia. Algún periodista no sin picardía, intentó introducir la posibilidad de un atentado. Tituló el artículo: “El trapo conspirador”.
Over.
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