Sin querer, aquella noche armamos nuestro cadáver exquisito, sin tener la remota idea de un tal Breton, Buñuel o Eluard. Cierro los ojos y veo la libretita de espirales, tinta negra y azul, y creímos darle una vuelta de tuerca al teléfono descompuesto. Habíamos descubierto la pólvora, otro gesto más de la predestinación (y menos aún de Calvino, ¿o sí?)
Ahora nos mira el puente, que a su vez es vigilado por el barco, quien no puede olvidarse del faro, y así vuelve el giro. No fuimos los muertos, ni los despojados ni los heridos. No estábamos fingiendo esta magnolia, apenas si confiamos en el viento de luna.
No fuimos los puentes que tejen silencios, no fuimos ceniceros ni quietudes. Pero aquella noche se cerró el cadáver y lo leímos hasta las cuatro de la mañana por miedo a olvidar la fórmula. Y declaramos, con amada ignorancia, que el Guernica no era ningún cadáver, menos exquisito. Ah, de Eluard me queda el poema, era éste:
Los sentimientos aparentes.
Ligereza del acercarse.
La cabellera de las caricias.
Sin preocupación, sin sospechas.
Tus ojos se entregan a lo que ven:
Son vistos porque ellos miran.
Confianza de cristal
entre dos espejos.
Tus ojos se pierden en la noche
para añadir el insomnio al deseo.
Over.
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