Empezamos con esta famosa paradoja cuya simpleza exacerba el significado:
“Si Dios es omnipotente, pues entonces puede crear una piedra tan pesada que él mismo no pueda levantar. De ser cierto esto último, se deduce que Dios no es omnipotente. De ser falso, llegamos a la misma conclusión”.
Asombroso, ¿no? Ahora, mi intención es desbaratarla, y eso es, créanme, mucho menos sencillo
A ver, no puedo sino comenzar por los elementos que constituyen la paradoja: en este caso hablamos de palabras. Si hablamos de palabras en sentido estricto, hablamos de lenguaje. Si hablamos de lenguaje, hablamos de signos constitutivos, de voces, símbolos. Y si hablamos de esto último, ya sabemos que en los confines del meta análisis, encontramos los gastados significados y significantes, los grados y los registros, por citar algunas de las palabras tan caras al claustro universitario.
Ahora bien, y citando lateralmente a Einstein, no podemos negar que hablamos de un sistema, un “lugar – territorio – código” con sus límites bien definidos y acotado su punto de observación. Por lo tanto, y para ser más estrictos, la paradoja del principio sólo cobra sentido o, mejor dicho, tiene sus implicancias y alcances, dentro del “sistema-lenguaje”. Fuera de él, (y ciertamente debiera haber un “fuera de él”), las consecuencias del significado de la paradoja son inciertas, y sin previos análisis, bien pueden no tener validez.
Este limitado y pobre sistema que llamamos lenguaje, donde no hacemos otra cosa que simbolizar o traducir mediante palabras y demás signos, es muy difícil que trascienda sus propias fronteras como para modificar o encauzar una forma de pensamiento superior. Digo, por caso, “la fe en Dios” es la traducción de lo que se “siente” a través de esa “fe”, pero no es esa “fe”, esto es claro. De esto último se desprende que ningún sistema puramente simbólico puede dar por tierra aquello que simboliza, algo así como que los cables de cobre condujeran la energía eléctrica y a la vez pusiera en duda su existencia hasta el punto de decretar su irrealidad.
Llegado hasta aquí, voy a revolver un poco en la filosofía idealista, más precisamente en George Berkeley, y más minucioso aún, en su famoso idealismo subjetivo. Claro está que la extensión de su obra no permite ser analizada en este caso, pero con desenfadado atrevimiento, ataré algunos conceptos que puedan ilustrar mi punto.
Entre todas las ideas que conforman el corpus filosófico de Berkeley, hay dos que pueden ser resumidas del siguiente modo.
1) El famoso esse est percipi, que sería algo así como “ser implica ser percibido”, es decir, su conclusión radica en la necesidad de un observador para que un objeto (observado) exista realmente. En realidad no es la mera idea de que aquello que no es observado, deja de existir, sino más bien que existe una relación obligatoria entre el sujeto y el objeto, y que en última instancia (aquí entra la religiosidad de Berkeley), es Dios quien observa todo, una especie de “omniobservador” que equilibra la realidad.
2) A su vez, nuestro amigo filósofo decreta la imposibilidad de la abstracción o, mejor dicho, de la ideas abstractas.
Dado lo último, (pilar de la filosofía idealista), no hay forma de penetrar en la esencia de lo que nos rodea, ya que tal idea sería de basamento abstracto, y eso que tan alegremente llamamos así, es infranqueable, por tanto, lejos está de nuestro poder, la idea de manejar tal materia.
Como no creo ni en Dios, por un lado, y estoy mucho más de cerca de Husserl, Heiddeger y compañía, todo el sistema filosófico idealista me parece una genial invención; más aún, un sustrato ineludible a la hora de plantearse la concepción de una obra fantástica.
No obstante, y a pesar de mi subscripción al caduco existencialismo, tampoco puedo evitar prestar atención a la trampa que el lenguaje nos suele proponer. Más allá de la “onomatopéyica” definición de la palabra según Walter Benjamin, está claro que puestas en una oración, las palabras se pueden regodear en presentarnos argumentos puros y duros, rebasando su condición de signo-símbolo y queriendo violentar su valor de significante.
La paradoja expuesta al comienzo, puede ser rebatida por su propia ley: dentro del sistema, funciona, pero fuera de él, podemos arrojarlas a una propuesta abstracta que no la contiene. En un paraíso de abstracción, la palabra puede perder su reinado, e incluso la imagen puede volver a su raíz: el sentimiento.
Al decir: “Dios es omnipotente y a su vez puede crear una piedra que él no puede levantar”, quizás se me puede acusar de ilógico o incoherente, pero lejos está de someter tal idea la discusión sobre la omnipotencia divina. Venga con otra cosa, por favor.
Over.
“Si Dios es omnipotente, pues entonces puede crear una piedra tan pesada que él mismo no pueda levantar. De ser cierto esto último, se deduce que Dios no es omnipotente. De ser falso, llegamos a la misma conclusión”.
Asombroso, ¿no? Ahora, mi intención es desbaratarla, y eso es, créanme, mucho menos sencillo
A ver, no puedo sino comenzar por los elementos que constituyen la paradoja: en este caso hablamos de palabras. Si hablamos de palabras en sentido estricto, hablamos de lenguaje. Si hablamos de lenguaje, hablamos de signos constitutivos, de voces, símbolos. Y si hablamos de esto último, ya sabemos que en los confines del meta análisis, encontramos los gastados significados y significantes, los grados y los registros, por citar algunas de las palabras tan caras al claustro universitario.
Ahora bien, y citando lateralmente a Einstein, no podemos negar que hablamos de un sistema, un “lugar – territorio – código” con sus límites bien definidos y acotado su punto de observación. Por lo tanto, y para ser más estrictos, la paradoja del principio sólo cobra sentido o, mejor dicho, tiene sus implicancias y alcances, dentro del “sistema-lenguaje”. Fuera de él, (y ciertamente debiera haber un “fuera de él”), las consecuencias del significado de la paradoja son inciertas, y sin previos análisis, bien pueden no tener validez.
Este limitado y pobre sistema que llamamos lenguaje, donde no hacemos otra cosa que simbolizar o traducir mediante palabras y demás signos, es muy difícil que trascienda sus propias fronteras como para modificar o encauzar una forma de pensamiento superior. Digo, por caso, “la fe en Dios” es la traducción de lo que se “siente” a través de esa “fe”, pero no es esa “fe”, esto es claro. De esto último se desprende que ningún sistema puramente simbólico puede dar por tierra aquello que simboliza, algo así como que los cables de cobre condujeran la energía eléctrica y a la vez pusiera en duda su existencia hasta el punto de decretar su irrealidad.
Llegado hasta aquí, voy a revolver un poco en la filosofía idealista, más precisamente en George Berkeley, y más minucioso aún, en su famoso idealismo subjetivo. Claro está que la extensión de su obra no permite ser analizada en este caso, pero con desenfadado atrevimiento, ataré algunos conceptos que puedan ilustrar mi punto.
Entre todas las ideas que conforman el corpus filosófico de Berkeley, hay dos que pueden ser resumidas del siguiente modo.
1) El famoso esse est percipi, que sería algo así como “ser implica ser percibido”, es decir, su conclusión radica en la necesidad de un observador para que un objeto (observado) exista realmente. En realidad no es la mera idea de que aquello que no es observado, deja de existir, sino más bien que existe una relación obligatoria entre el sujeto y el objeto, y que en última instancia (aquí entra la religiosidad de Berkeley), es Dios quien observa todo, una especie de “omniobservador” que equilibra la realidad.
2) A su vez, nuestro amigo filósofo decreta la imposibilidad de la abstracción o, mejor dicho, de la ideas abstractas.
Dado lo último, (pilar de la filosofía idealista), no hay forma de penetrar en la esencia de lo que nos rodea, ya que tal idea sería de basamento abstracto, y eso que tan alegremente llamamos así, es infranqueable, por tanto, lejos está de nuestro poder, la idea de manejar tal materia.
Como no creo ni en Dios, por un lado, y estoy mucho más de cerca de Husserl, Heiddeger y compañía, todo el sistema filosófico idealista me parece una genial invención; más aún, un sustrato ineludible a la hora de plantearse la concepción de una obra fantástica.
No obstante, y a pesar de mi subscripción al caduco existencialismo, tampoco puedo evitar prestar atención a la trampa que el lenguaje nos suele proponer. Más allá de la “onomatopéyica” definición de la palabra según Walter Benjamin, está claro que puestas en una oración, las palabras se pueden regodear en presentarnos argumentos puros y duros, rebasando su condición de signo-símbolo y queriendo violentar su valor de significante.
La paradoja expuesta al comienzo, puede ser rebatida por su propia ley: dentro del sistema, funciona, pero fuera de él, podemos arrojarlas a una propuesta abstracta que no la contiene. En un paraíso de abstracción, la palabra puede perder su reinado, e incluso la imagen puede volver a su raíz: el sentimiento.
Al decir: “Dios es omnipotente y a su vez puede crear una piedra que él no puede levantar”, quizás se me puede acusar de ilógico o incoherente, pero lejos está de someter tal idea la discusión sobre la omnipotencia divina. Venga con otra cosa, por favor.
Over.
No hay comentarios:
Publicar un comentario