Las calles me caminan los pies, literalmente, porque primero las he vivido, luego me las llevé, más tarde se acomodaron en mi mente y ahora se vuelven a abrir ante mis ojos, y son de verdad. Por esta calle papá me llevaba a la cancha. Juro que está todo igual, las vías con una sensación tal de abandono que cuando pasa el tren es como si esa señal de vitalidad se entrometiera en esta otra, de pasto crecido y latas tiradas por todas partes.
Annete me dice que es raro eso de tener una vía en medio de la ciudad, como que le aporta cierta cosa pueblerina. Es verdad, le digo, pero esperar con el coche dos mil horas hasta que se levante la barrera arruina cualquier posibilidad de encanto bucólico.
Ahí esta el estadio, todo de madera. Una vez, me acuerdo que papá me llevó a la platea y a mí se me enganchó una zapatilla en un tablón y terminó perdida allá abajo. Estuve callado todo el partido sin saber cómo decirle que me tendría que ir descalzo a casa, me imaginaba caminando con el pie al aire, y todo me daba vergüenza, todos me miraban, y papá me retaba y yo hubiera querido que dios existiese y que algún rayo hubiese detenido el tiempo en ese momento. Hasta que se lo dije y papá se enojó mucho, empezó a putear y yo me puse todo colorado, y de no sé dónde apareció un chico que había cerca y dijo que el sabía cómo llegar hasta ahí abajo. Al rato volvió con la zapatilla y papá me la ató con tal fuerza que sentí que el pie me iba a explotar.
Eso hasta el día de hoy me vuelve en sueños, de muchas maneras, o ando descalzo por la calle, o sin pantalones o sin camiseta, y me regresa esa vergüenza que logra abismar el sueño a una pesadilla, me angustia, pero en el fondo sé que esa tensión no es más que la reacción de papá, disfrazada en esa desnudez impropia, aludida por un hecho real pero capaz de confundirse en muchas abstracciones, amplias y hasta inabarcables.
Annete está al lado mío y le cuento esto que pienso, rápido pero con esa cadencia que impone en la voz la introducción de otro tiempo en el presente. Annete me pregunta si una zapatilla es una bamba y le digo que sí y ella se ríe, tan aniñada, y me dice, qué guay, y yo pensaba que una bamba era algo insignificante. Entonces, sin que me vean arranco un poco de césped que aparece entre el cemento y se lo tiro en la cabeza. Ella hace como una mueca y me dice, ahora necesitamos un poco de tierra y agua y a ver si me florece en la cabeza. Después nos vamos. Ya está.
Over.
Annete me dice que es raro eso de tener una vía en medio de la ciudad, como que le aporta cierta cosa pueblerina. Es verdad, le digo, pero esperar con el coche dos mil horas hasta que se levante la barrera arruina cualquier posibilidad de encanto bucólico.
Ahí esta el estadio, todo de madera. Una vez, me acuerdo que papá me llevó a la platea y a mí se me enganchó una zapatilla en un tablón y terminó perdida allá abajo. Estuve callado todo el partido sin saber cómo decirle que me tendría que ir descalzo a casa, me imaginaba caminando con el pie al aire, y todo me daba vergüenza, todos me miraban, y papá me retaba y yo hubiera querido que dios existiese y que algún rayo hubiese detenido el tiempo en ese momento. Hasta que se lo dije y papá se enojó mucho, empezó a putear y yo me puse todo colorado, y de no sé dónde apareció un chico que había cerca y dijo que el sabía cómo llegar hasta ahí abajo. Al rato volvió con la zapatilla y papá me la ató con tal fuerza que sentí que el pie me iba a explotar.
Eso hasta el día de hoy me vuelve en sueños, de muchas maneras, o ando descalzo por la calle, o sin pantalones o sin camiseta, y me regresa esa vergüenza que logra abismar el sueño a una pesadilla, me angustia, pero en el fondo sé que esa tensión no es más que la reacción de papá, disfrazada en esa desnudez impropia, aludida por un hecho real pero capaz de confundirse en muchas abstracciones, amplias y hasta inabarcables.
Annete está al lado mío y le cuento esto que pienso, rápido pero con esa cadencia que impone en la voz la introducción de otro tiempo en el presente. Annete me pregunta si una zapatilla es una bamba y le digo que sí y ella se ríe, tan aniñada, y me dice, qué guay, y yo pensaba que una bamba era algo insignificante. Entonces, sin que me vean arranco un poco de césped que aparece entre el cemento y se lo tiro en la cabeza. Ella hace como una mueca y me dice, ahora necesitamos un poco de tierra y agua y a ver si me florece en la cabeza. Después nos vamos. Ya está.
Over.
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