En el “caso” del amo hegeliano, reducido a su ocio y densa pasividad, se ha tendido a violentar el significado del símbolo. La conciencia cuya esencia es el deseo, no tiene por qué reducirse al resultado del esclavo-humano, por un lado, y el amo-resabio ocioso, por el otro. Si bien no es improbable que el esclavo vea al amo como la subversión de sí mismo, es decir: transita su esclavitud pero anhelando ser el amo para castigar su propia condición encarnada en el siguiente sujeto, la sumisión psicológica que encarna el amo, provoca que el esclavo casi nunca quiera huir de su condición.
Del mismo modo, se da una exacerbación de la tristeza del amo y la vitalidad del esclavo, lo que en nuestros tiempos se acerca tanto a la anhedonia. Si nos permitimos libremente hilar al amo, al burgués, al señor feudal, al rey, al emperador, podemos a su vez, del otro lado del carretel, enhebrar al súbdito, al esclavo, al proletario, y así ver cómo rueda el caleidoscopio filosófico, buscando variantes a la misma raíz.
Otorgado el permiso, y estirando la cuerda, llegamos al dúo amante – amado, arriesgadamente sustituibles por los ejemplos que preceden. La condición social no pocas veces replica a la individual, y en la masa no se destiñe totalmente el concepto de sujeto. Las emociones, tan graficadas en el corazón o el “pecho”, no son más que respuestas a las coyunturas endógenas o exógenas que se precipitan en el devenir de la vida. El verdadero deseo es la ilusión de completar lo infinito.
Como en toda relación, en la de amante-amado, se constituyen pactos, territorios, formas de comunicación y prohibiciones. Que todo lo anterior fluya sin constituirlo formalmente, no implica que no termine por establecerse del mismo modo que las relaciones menos comprometidas. Se hacen transparentes las estructuras de poder, sumisión, entrega, omisión, negación, aceptación y rebeldía. De algún modo, se constituye el mismo pacto, en el que cada uno de los integrantes de la relación, pone a juicio el famoso balance de riesgo-beneficio.
De algún modo, pareciera darse un tiempo de vacío racional (no existe tal cosa, en realidad el pensamiento analítico es opacado por la emoción del placer) Digo, en ese vacío racional se ponen en juego las más poderosas sensaciones de bienestar, uno de los mejores efectos a los que podemos aspirar como seres humanos: el amor.
Ya instalado dicho efecto, las conductas se someten a su cuidado, y en la imaginaria soga que dosifica libertad, se conjugan fuerzas medidas con escrupulosa minuciosidad. La experiencia indica que tras superarse el juego de cortejo, los nervios del poder empiezan a tomar su lugar. Será, pues, la estructura individual y las variables que se impongan al vínculo, las responsables del destino de la relación. No hay justicia ni solidaridad en el amor, sólo la potencia del placer y el miedo, equilibrándose a todo momento.
El acatamiento, la entrega, la sumisión y el silencio, todos son ingredientes del pacto que no pocas veces encuentra su forma especular en el tándem amo-esclavo. Pacto que no se evoca ni se revé cuando se solidifica la convivencia y se cree que ya se ha superado “ese punto”.
Atomizados por variables que exceden por mucho al amor, cada uno de los integrantes de la relación, sufren las limitaciones de su elección. Cuando quieren salirse, comprueban que han involucrado hasta tal punto su unidad como persona, que no encuentran lugar que los pudiera llegar a cobijar fuera de allí. Y siguen, del mismo modo que se atropella el devenir de los días.
Siguen, anulando pretensiones, lentos y sin sobresaltos, observando cómo languidecen las ambiciones que alguna vez los definieron.
Del mismo modo, se da una exacerbación de la tristeza del amo y la vitalidad del esclavo, lo que en nuestros tiempos se acerca tanto a la anhedonia. Si nos permitimos libremente hilar al amo, al burgués, al señor feudal, al rey, al emperador, podemos a su vez, del otro lado del carretel, enhebrar al súbdito, al esclavo, al proletario, y así ver cómo rueda el caleidoscopio filosófico, buscando variantes a la misma raíz.
Otorgado el permiso, y estirando la cuerda, llegamos al dúo amante – amado, arriesgadamente sustituibles por los ejemplos que preceden. La condición social no pocas veces replica a la individual, y en la masa no se destiñe totalmente el concepto de sujeto. Las emociones, tan graficadas en el corazón o el “pecho”, no son más que respuestas a las coyunturas endógenas o exógenas que se precipitan en el devenir de la vida. El verdadero deseo es la ilusión de completar lo infinito.
Como en toda relación, en la de amante-amado, se constituyen pactos, territorios, formas de comunicación y prohibiciones. Que todo lo anterior fluya sin constituirlo formalmente, no implica que no termine por establecerse del mismo modo que las relaciones menos comprometidas. Se hacen transparentes las estructuras de poder, sumisión, entrega, omisión, negación, aceptación y rebeldía. De algún modo, se constituye el mismo pacto, en el que cada uno de los integrantes de la relación, pone a juicio el famoso balance de riesgo-beneficio.
De algún modo, pareciera darse un tiempo de vacío racional (no existe tal cosa, en realidad el pensamiento analítico es opacado por la emoción del placer) Digo, en ese vacío racional se ponen en juego las más poderosas sensaciones de bienestar, uno de los mejores efectos a los que podemos aspirar como seres humanos: el amor.
Ya instalado dicho efecto, las conductas se someten a su cuidado, y en la imaginaria soga que dosifica libertad, se conjugan fuerzas medidas con escrupulosa minuciosidad. La experiencia indica que tras superarse el juego de cortejo, los nervios del poder empiezan a tomar su lugar. Será, pues, la estructura individual y las variables que se impongan al vínculo, las responsables del destino de la relación. No hay justicia ni solidaridad en el amor, sólo la potencia del placer y el miedo, equilibrándose a todo momento.
El acatamiento, la entrega, la sumisión y el silencio, todos son ingredientes del pacto que no pocas veces encuentra su forma especular en el tándem amo-esclavo. Pacto que no se evoca ni se revé cuando se solidifica la convivencia y se cree que ya se ha superado “ese punto”.
Atomizados por variables que exceden por mucho al amor, cada uno de los integrantes de la relación, sufren las limitaciones de su elección. Cuando quieren salirse, comprueban que han involucrado hasta tal punto su unidad como persona, que no encuentran lugar que los pudiera llegar a cobijar fuera de allí. Y siguen, del mismo modo que se atropella el devenir de los días.
Siguen, anulando pretensiones, lentos y sin sobresaltos, observando cómo languidecen las ambiciones que alguna vez los definieron.
Over.
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