Es de noche y el calor no suelta. Pienso que en algún lugar
del mundo, alguien estará fabricando chocolate, mezclando azúcar y cacao, y
agregándole vainilla o lecitina de soja, después lo llevará a un molde y el
resultado serán esas barras divididas en bloques que tanto ayudaron a los
maestros para enseñar las divisiones. Ese alguien es un hombre que ya no piensa
en fracciones y ha tenido un sueño la noche anterior que lo tiene aún
desorientado:
En un pueblo de montaña, un grupo de gente está parada alrededor
de un cura. Él se acerca y comprende, sin que nadie se lo diga, que están
enterrando a su padre. Siente miradas de compasión, pero él quiere decirles que
su padre no ha muerto, que debe haber algún error. De repente se quiebra el
sueño y él esta sentado en una silla mecedora, mirando la televisión. Afuera
comienza a llover con fuerza, como si las gotas golpearan sobre un techo de
chapa aunque el lugar fuera todo de madera.
Cierto miedo lo lleva a pensar que la lluvia inundará el
lugar, y que el cementerio, que debe estar cerca, quedará bajo el agua,
levantando los cuerpos enterrados. Agitado de angustia, corre hacia la puerta y
busca el camino que lo lleve a la tumba de su padre. Todo se vuelve oscuro y mojado, y parece
como si el paisaje se repitiese cada tanto tiempo. De todo lo que había soñado,
esa parte era la que más lo alteraba: correr hacia la tumba de su padre y no
encontrarla, pensando en su cuerpo flotando entre piedras y tierra.
Una brisa fría llega desde el sur. Quizás haya llovido en
alguna parte y eso explique mi repentino temblor. Quisiera que llegara rápido el
día, callado, sin nada en medio, limpio, y tumbarse en la rutina por un buen
tiempo. Pero eso no es vida, no señor.
Over.
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