lunes, 15 de agosto de 2011

De un lado y del otro.



Qué interesante que resulta observar el comportamiento electoral de nuestra querida Buenos Aires. ¿Cómo acaso puede alguien votar al actual jefe de gobierno, y dos semanas más tarde, votar a la presidenta? El camino ideológico y programático de ambos es tan disímil que hasta cuesta creer que sea real, que haya sucedido, que asombrosamente haya ganado la presidenta en el mismo distrito.

Quizás puedan arriesgarse tres razones.

1) Que realmente la gente vio en Filmus, candidato de la presidenta, a alguien que no representaba sus intereses, ni que sería capaz de llevar adelante un cambio superador.

2) Que Macri, candidato ganador, fuera el indiscutible estandarte de los ideales porteños, capaz de continuar una gestión aceptable y hasta profundizar en esa línea.

3) Que se votó con la certidumbre económica.

Está claro que el último punto incide en cualquier decisión, sí, pero la cuestión es evaluar el peso de esa variable. En este momento, creo tener la certeza de que el electorado porteño ve en Macri a una figura con poco peso, lejos de lo que representa el gobernador en una provincia. No cree que pueda intervenir en la economía real de todos los días, ni tomar medidas que cambien rotundamente el rumbo de las cosas. Ninguna medida tendrá como marco el fondo de la cuestión: la seguridad, la educación, la economía, la justicia o la salud, serán temas administrativos, cuyos pilares fundacionales no podrán ser alterados.

Pensado así, la elección del actual jefe de gobierno tiene un transfondo ideal que no supera su vacío. La opción se ancla en la palabra y la buena intención. Hombre rico, promocionadamente exitoso, capaz de anular la barbarie. Nada importa si la articulación de su discurso es elogiable o si detrás de su verba existe algún logro fáctico. Es, por qué no arriesgarlo, la proyección más cercana a la que aspira el ciudadano tipo: dinero en el banco, una mujer hermosa, un cuerpo esbelto, un futuro sin obstáculos, y poder, ese otro poder que no lo da el dinero ni la fama. El poder político: la posibilidad de mandar en la Ciudad entera.

Dicho lo último, aquí entra la razón del voto esquivo para presidente. En los temas domésticos, la proyección; en los temas a gran escala, la seguridad. A nadie escapa que la gestión del actual jefe de gobierno luce intrascendente si no mediocre, a quien se le deben atribuir los logros, y eximir de los fracasos, siempre culpa del Otro. Y ahí otro ingrediente del ansiado ideal: me amarán por mis frutos, y me indultarán mis miserias, de las cuales no soy el arquitecto sino el sufriente igual que el resto.

Por eso, no se puede analizar esta dicotomía desde un punto de vista ideológico. Hace rato que los pueblos han soltado el hilo conductor de las convicciones, y optan, en cambio, por el seductor consuelo de la seguridad. Las revoluciones no se votan, se ejecutan a golpes, fuerza y error. Entonces la urna promete el status quo de la estabilidad, con sutiles y conservadoras alteraciones. Nada de cambios bruscos que socaven la tranquilidad.

Curiosamente, se han unido en la figura de la actual presidenta, la promesa de lo equlibrado y duradero, con la oportunidad latente del cambio profundo. Un acierto con el que todo político sueña: abrazar mayorías.

Cada uno sabrá por qué votó al actual gobierno nacional. Y ahí está el eje del paradigma. Quien no lo haya hecho, parece disolverse en un canon de buenas intenciones o de oscuridades insalvables. Y las últimas, por cierto, tienden a ser mayoría.


Over.


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