domingo, 21 de agosto de 2011

El tiempo azul de los ahogados.





Elaborar una crítica de La Mujer Desnuda, carece de sentido desde el momento en que la nouvelle entera no permite un análisis formal. Hablar de símbolos, representaciones o argumentos, es cosa reservada para otras obras, en las que justamente los mismos son escasos. De tal modo, ensayar un comentario sesudo sobre la historia, obliga a crear otra, que la acompañe o adorne, que la repita o intente completarla.

Dicho lo anterior, sólo creo podría agregar que La Mujer Desnuda es uno de los libros que más se parecen a un sueño (a cierto sueño), atiborrado de entelequias difusas y superpuestas, personajes que entran y salen sin respeto a tiempos ni estructuras.
Pero estamos advertidos desde el primer momento: el personaje corta su cabeza para luego colocársela nuevamente, y así emprender, desnuda, un viaje por el bosque.

Como dije antes, la nouvelle se enreda (hábilmente) en imágenes y palabras, equiparable a la ensoñación lúcida, a mitad de camino entre la duermevela y el sueño profundo. Y por eso mismo, no puede leerse de a tramos, noche a noche; es ineludible la lectura continua de una sola vez, dos a lo sumo. No existe término medio, razón por la cual las primeras dos o tres páginas colmarán nuestra atención o nos espantarán sin remedio.

Colmada de líneas inolvidables (pero difícil de retener), toda la obra se va hilvanando con una profundidad literaria casi sofocante. Deudora del surrealismo pero alimentada de un romanticismo rioplatense, queda claro que estamos ante un libro que no sorprende pero que nos dejará dulcemente aturdidos por un buen tiempo. Al fin y al cabo, quizás todo se reduce a esta línea enorme: “Poner o no poner la sangre en el desear, eso era todo”.


Over.

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