Contrariamente a las críticas generales, no encuentro en el
personaje de esta novela de Houellebecq, la descripción de un típico treintañero
deprimido; más bien, la enfermedad protege la narración, nos engaña, logra
tolerar su personalidad inquisidora y brutalmente enfática.
También suele describirse a esta obra como un reflejo de época,
el nuevo vacío existencial que talla el consumo y las tecnologías. Y tampoco
termino de coincidir.
Estamos ante una novela que sigue los conocidos tópicos de El
Extranjero, de Camus, con un personaje que flota (eso es El Extranjero, un
hombre que flota en la marea que lo sostiene) y en el vaivén, siente el ahogo del
destino gregario. Para este tipo de personas, la sociedad es un muestrario de
fracasos y sombras, atenazada por un deber ser impuesto y consensuado.
El ancla adolescente, la perenne felicidad, la belleza como
antídoto circunstancial pero determinante. (Cómo iba esa canción: “Buenas y
malas / noticias para vos / la belleza es / lo que te da felicidad”) Ahí va nuestro personaje a
la deriva de un trabajo vacío, un amigo que se hunde en su fealdad, las mujeres
que trepan en el aire, los jefes, los jefes de los jefes, las escalas en la vana
escalera social.
En algún momento llegan los médicos, porque los médicos
siempre llegan, tarde o temprano: los eternos gurués de la tribu. Hay oxígeno
para un alma oscurecida. El odio se acomoda siempre entre las negruras. Hay amor
como antídoto que siempre se acaba antes, y nunca parece volver a tiempo.
Lo
entendemos en una frase: “No es que me sienta muy bajo; es más bien que el
mundo a mi alrededor me parece alto.”
Después
están los manotazos en la tempestad: fábulas de animales, ensayos sociológicos,
pensamientos-tela-de-araña.
Yo
conozco personas así. Yo conocí personas así. Yo soy uno de ellos.
Over.
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