Antes de leer El frasquito, no sabemos nada. Un libro pequeño,
con cierta fama, cada tanto reeditado. Cuando empezamos a leer, no pasa demasiado
tiempo para que nos golpee. Pero hablo de un golpe que no se sabe de dónde viene,
hasta el punto de dudar del mismo.
Uno espera un hilo, una baranda en la oscuridad, que por dios
nos digan, es por aquí, ya pasa. Nos desenfrena. La desesperación por el qué,
el cómo, el dónde. La primera luz llega para el segundo adverbio: terminamos
por aquiescer su forma, alguien no está diciendo algo de este modo, no hay
otra. Pero el qué. Dice Goss: “Que nos cuenten un sueño, no es lo mismo que
soñarlo, aún cuando se trate del mismo sueño, parte por parte”. Ahí está, la
materia informe del qué: alucinaciones, sueños y cambios de narradores (¿acaso
hay un narrador?). El desafío de contar algo desde un lugar inexistente,
contado por nadie, hundido en un qué sucio. Entonces llegamos al dónde,
buscamos el fondo de la piscina, antes de agotarnos. Y no hay fondo, ni agua ni
piscina, pero ahí estamos.
Si al terminarla, alguien nos dice: esto es una porquería,
tendrá razón. Tendrá la misma razón del que diga que es un asco, del que diga
que es urgente y movilizadora, del que diga que quiere leerle otra vez, y otra
vez más.
Quizás, lo mejor de la novela de Gusmán, es que no podemos
decir nada, que compartiremos el rito de haberla leído, sin más que hablar.
Citaremos, quién sabe, esos lagos de normalidad que destellan por momentos. Y
nada más.
El Frasquito.
Over.
No hay comentarios:
Publicar un comentario