Algo me pasa cuando veo en la tapa de un libro la siguiente
frase: "Premio Nobel de Literatura”. Lo primero que me viene a la mente es la
figura de Borges. Para evitar el obvio descrédito al premio, se me acercan García
Márquez, Faulkner o Russell. Cuando creo que todo se va a equilibrar, aparecen
Hesse y Neruda. Finalmente, no logro salir del laberinto, y vuelvo a sentenciar
que esa especie de lista más concerniente a la Fórmula I, termina por hundir
al autor, atribuyéndole de antemano cierta genialidad de la cual, no pocas
veces, carece.
J.M. Coetzee lo ganó en 2003, ayer nomás, y otra vez
pareciera que la política también mete su acero en la literatura. Acabo de
terminar Desgracia, publicada en 1999, y debo decir que fue duro vencer al
prejuicio del que hablo en el primer párrafo.
La novela comienza muy sobriamente, obligando al lector a
que busque luces para seguir leyendo. Todo nos remite lateralmente a Lolita,
menos fatídico y más cerca de la superficie; una exploración del hombre después
de los cincuenta años y la pesada remembranza de los años primeros.
Todo parece planear en esa historia, y la consecuente (y
obvia) reprobación de las autoridades. Un profesor de esa edad abriga
esperanzas de modernidad ante su caso: aprovechar su poder como docente para
ayudar a la estudiante, todo por una infatuación irrefrenable.
Quizás ese comienzo se disculpe, ya que el crecimiento de la
novela es notable. La acción se traslada a la granja que la hija del profesor
tiene en el campo sudafricano, lugar donde aún sobrevive la tensión entre blancos
y negros, donde la resistencia cobra fuerza en los territorios. Y no es menor este
asunto, ya que es innegable la comparación entre la relación que tuvo el profesor
y la posterior y violentísima escena en donde su hija y él sufren una humillación
escalofriante.
Más aún, el lugar que toman los animales en la historia
funciona como pivote a la hora de definir cierto equilibrio entre las acciones.
Por otra parte, la presentación de la obra sobre Byron, en
la pluma del profesor, quiere unir voces sin lograr su objetivo, más técnico
que al servicio de la novela. Es en este caso, creo, cuando la intertextualidad
de Coetzee impone obstáculos más que su idea de alimentar la trama.
Desgracia es una novela que crece a medida que pasan sus
páginas, hecho que de por sí, es mejor que si fuera al revés; la mayoría de los
fracasos se dan a la inversa, cuando el escritor presenta un gran comienzo que
no puede sostener. Coetzee ofrece una lectura interesante al unir el sexo, la
violencia y la tensión racial, en una Sudáfrica todavía herida por la
brutalidad. Repito: sexo, violencia y tensión racial, sustancias que se
trasladan (y se trasladarán) en nuestra sangre, a la espera de una dominación
en manos del progreso bien entendido.
Over.
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