sábado, 22 de junio de 2013

Disgrace.




Algo me pasa cuando veo en la tapa de un libro la siguiente frase: "Premio Nobel de Literatura”. Lo primero que me viene a la mente es la figura de Borges. Para evitar el obvio descrédito al premio, se me acercan García Márquez, Faulkner o Russell. Cuando creo que todo se va a equilibrar, aparecen Hesse y Neruda. Finalmente, no logro salir del laberinto, y vuelvo a sentenciar que esa especie de lista más concerniente a la Fórmula I, termina por hundir al autor, atribuyéndole de antemano cierta genialidad de la cual, no pocas veces, carece.

J.M. Coetzee lo ganó en 2003, ayer nomás, y otra vez pareciera que la política también mete su acero en la literatura. Acabo de terminar Desgracia, publicada en 1999, y debo decir que fue duro vencer al prejuicio del que hablo en el primer párrafo.

La novela comienza muy sobriamente, obligando al lector a que busque luces para seguir leyendo. Todo nos remite lateralmente a Lolita, menos fatídico y más cerca de la superficie; una exploración del hombre después de los cincuenta años y la pesada remembranza de los años primeros.

Todo parece planear en esa historia, y la consecuente (y obvia) reprobación de las autoridades. Un profesor de esa edad abriga esperanzas de modernidad ante su caso: aprovechar su poder como docente para ayudar a la estudiante, todo por una infatuación irrefrenable.

Quizás ese comienzo se disculpe, ya que el crecimiento de la novela es notable. La acción se traslada a la granja que la hija del profesor tiene en el campo sudafricano, lugar donde aún sobrevive la tensión entre blancos y negros, donde la resistencia cobra fuerza en los territorios. Y no es menor este asunto, ya que es innegable la comparación entre la relación que tuvo el profesor y la posterior y violentísima escena en donde su hija y él sufren una humillación escalofriante.

Más aún, el lugar que toman los animales en la historia funciona como pivote a la hora de definir cierto equilibrio entre las acciones.

Por otra parte, la presentación de la obra sobre Byron, en la pluma del profesor, quiere unir voces sin lograr su objetivo, más técnico que al servicio de la novela. Es en este caso, creo, cuando la intertextualidad de Coetzee impone obstáculos más que su idea de alimentar la trama.

Desgracia es una novela que crece a medida que pasan sus páginas, hecho que de por sí, es mejor que si fuera al revés; la mayoría de los fracasos se dan a la inversa, cuando el escritor presenta un gran comienzo que no puede sostener. Coetzee ofrece una lectura interesante al unir el sexo, la violencia y la tensión racial, en una Sudáfrica todavía herida por la brutalidad. Repito: sexo, violencia y tensión racial, sustancias que se trasladan (y se trasladarán) en nuestra sangre, a la espera de una dominación en manos del progreso bien entendido.

Over.

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