lunes, 10 de junio de 2013

Puertas.





Con el nudillo del dedo índice golpeé la puerta, por costumbre, éramos muchos en algún momento, y me quedó eso, golpear la puerta antes de entrar. Antes miré la cerradura, para ver si había luz, si a través de ese espacio podía adivinar la presencia de alguien del otro lado, y así evitar la advertencia de no ingresar, una simple palabra, quizás ocupado, o estoy yo, y el territorio queda formalmente anulado para cualquiera, como una orden inquebrantable.

Había luz, pero nadie respondió. Nadie se avergüenza de decir algo cuando está dentro, todo lo contario, peor es sentirse observado mientras se está usando el baño. Una humillación extraña, con la que casi nadie acepta concesiones.

Voy a entrar, dije. Deseaba que me dijeran: no, esperá, no te oí. Voy a entrar, repetí, más fuerte, y empujé la puerta. Enseguida, algo la detuvo, un freno suave pero enérgico, que empujaba a su vez hacia fuera. Repetí el movimiento, y otra vez lo mismo, la puerta llegaba hasta un punto y retrocedía, y aunque usara más fuerza, el freno era leve al comienzo, y seco al final.

Cuando finalmente iba a usar todo mi cuerpo para empujar la puerta, algo perturbó mi iniciativa y arrinconó mis pensamientos. Pensé en lo que habíamos sido en ese lugar, la gente que entraba y salía, y cómo, casi de repente, todo empezó a desmoronarse, las sillas se vaciaron, los despachos se llenaron de polvo, y el teléfono sólo sonaba un puñado de veces al día. Con todo, todavía quedábamos algunos, con menos ilusiones que esperanzas, creyendo vanamente en un cambio de situación, un golpe igual de rotundo, pero ahora para nuestro lado. Nuestro lado.

Últimamente, las cosas se habían puesto peor aún. El dinero dejó de fluir y las cosas se sentían de cerca, como debe de suceder en la guerra cuando uno va perdiendo, y el enemigo es la bala que golpea la trinchera, algún grito que se comienza a diferenciarse, el olor a la derrota y la necesidad urgente de tomar una decisión. Allí, cuando los héroes se confunden en la  desesperación, y el vencido que se entrega, que se rinde, vale menos después. Un valor incierto y tabulado por los que razonan en la paz. Eso éramos, quizás, los últimos que debían cargar sus armas y disparar hacia lo que viniese, anhelando que el tiro fuera certero. Huir como forma de aferrarse a la vida, o quedarse y unirse a la desparpajo de un azar indómito. Pensé en ella.

Hay de todo, personas que afloran su nervio en situaciones poco convencionales. Quizás porque han encontrado una razón para mostrar su más profunda pena, y así, fuera de lugar, ensayan toda su furia. Pensé en ella y todo lo que venía diciendo, que no tenía donde ir, que si no cambiaba la cosa, ella no quería buscar más, que se terminaba, que ya había visto lo mismo demasiadas veces. A mí todo me sonaba extremo, exagerado, amplificado sin sentido. Yo, que tanto creía en las reacciones, en comprenderlo casi todo, esta vez dudé, la miré y le dije que su advertencia era contraproducente, que no lograría nada con su discurso, que no invocaría nada bueno, ni malo. Ella no contestó.

Sólo lo intenté una vez más, empujé con un poco más de vigor, quería confirmar contra qué se detenía la puerta. Supuse que era algo blando que luego se volvía más firme. Quizás me equivocaba, y sólo era algo que se había caído dentro, un palo, una escoba, que trababa el movimiento. No lo sé, porque me fui. Antes apagué la luz de mi despacho, bebí el resto de agua que quedaba en el vaso, acomodé dos o tres papeles y miré sin ningún reparo el lugar que dejaba. Eso pensé en ese momento, que dejaba un lugar, sin siquiera detenerme a recordar todo lo que había sido. A ella, creo, ridículamente, que ya la olvidé.   


Over.

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