Sí, entonces lo más probable es que fuera julio, de frío y
lluvia, y la noche conducida por el taxista que no paraba de hablar. Yo miraba
las luces amarillas que colgaban de un balcón, a través de las gotas arrancadas
por la velocidad sobre el vidrio de la ventana. Pensaba en pasar por el
supermercado, todavía estaba a tiempo, y comprar una de esas tortas que vienen
cubiertas en envases plásticos, con frutas y chocolate, y las velitas que uno
quisiera. Pensé: ¿hay algo más sórdido que comprar tortas en un supermercado?
Sí, me contesté, rápido y obvio. Pero yo llegaría justo para cenar, con la
torta prometida para el anteúltimo feliz cumpleaños, y nadie probaría bocado, y
ya podía ver la dureza de esa masa cambiando de color en la heladera, destinada
a caer casi intacta en la bolsa de la basura.
“Mientras pensás en que se te va la vida, se te va la vida.”
El taxista habrá cambiado de tono, más grave quizás,
buscando mi huida interna. Perdón, le digo, como disculpa, para que reitere.
“Que mientras pensás en que se te va la vida, se te va la vida, te das cuenta”
Sí, claro, es así. Me detuve un instante en si se debía decir “pensar en” o
“pensar que”. Volví. El taxista me interrogó con la mirada, esperaba algo de mí,
algo mejor quizás, una rendición ante lo oído.
Pensé en Lennon, en Charing Cross, en los libros usados, en
todo lo que leí y vi: las arañas de la memoria.
Bajé la vista y tosí. Llegué a destino. Pagué y bajé. Antes
de cerrar la puerta, verifiqué que no me olvidara nada en el asiento. Hacía frío.
La noche de lluvia me empujó rápido a casa. El ascensor subía, cerrado. Inferí
que si escribía lo que había escuchado, el final debía ser el siguiente: “Mientras
escribes que mientras pensás que se te va
la vida, se te va la vida, la vida se te va.”
Over.
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