Qué disenso interior, acaso, nos habrá untado de alarmas tan
profundas desde tan temprano. Qué empatía nos balancea hacia el mismo sitio todo el tiempo. Por qué,
mi dios, la justicia y la libertad nos duelen del modo que lo hacen.
Alambramos, ingenuos, nuestro territorio contra la
oscuridad. Soplan los tiempos por todas partes y aprendimos demasiado pronto
que las cosas han sido más o menos lo mismo siempre.
Allí estaban los romanos del Derecho y la arquitectura, cuyo
sol histórico ha logrado oscurecer al látigo que adoctrinaba la carne humana.
Pero también entonces estaba el amo bueno (curioso oxímoron), quien, resquebrajado,
moderaba su rigor. Esa grieta, pues, es un nacimiento, un salirse una y otra
vez de la piel para luchar contra el inevitable encierro de nuestro cuerpo,
instinto y genética.
Ser humano. El odio es una fusta que primero nos azota por
dentro, para después extender el daño con la fuerza que le quede. Generalmente
se agota antes de salir. Pero cuando sale es porque ya ha hecho estragos en el
cuerpo, en la mente, en cada una de nuestras venas. Es ciego y desbocado.
No hay solución ni planes. No hay posibilidad de cambiar
ciertamente desde un lugar a otro. Por alguna razón nos duelen, como digo más
arriba, la libertad y la justicia del modo que lo hacen. Es intransferible.
Caminamos juntos pero no te doy la mano, y te elijo para no
elegirte, y me abruma y me ofende que uses mis mismas palabras para nombrar las
mismas cosas. Me consuelo quizás con esa posibilidad, que no tengamos más
remedio que usar, por ejemplo, la palabra libertad, para nombrar dos cosas
distintas. Porque si no es así, no lo entiendo. No entiendo nada. Eso me decís,
que yo no entiendo nada. Y debés de tener razón, porque no hablamos de lo
mismo. Eso sí que no.
Over.
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