sábado, 1 de noviembre de 2008

Su pueblo.

Le pedí que me contara algo de su pueblo. Le insistí hasta molestarla. Me contó algo así:





En mi pueblo no había nada. Bueno, a parte del pueblo en sí. Casitas bajas con calles adoquinadas en las que mi madre siempre se pillaba los tacones. Ahora las casas ya no son tan bajas y el ayuntamiento está vendiendo los adoquines para pagar deudas. Precisamente cuando mi madre ya se había acostumbrado a llevar zapatos planos. Y es que lo más emocionante que podías hacer en mi pueblo era cruzar la calle, averiguar si se te quedaba el pie metido en una hendidura justo cuando pasaba el autobús. Siempre pasaba de largo, como parecían hacerlo todas las cosas buenas.

Ahí se quedaban sólo los abuelos con reuma que venían para las curas de agua caliente en uno de los tres balnearios. En verano, los viejos se sentaban en las terrazas de los bares y miraban cómo se trasparentaban nuestros pezones a través de las camisetas, aún demasiado pequeños para meterlos dentro de sujetadores. Tampoco había ninguna tienda de sujetadores, pero sabíamos que Marta, la chica más guapa de clase, tenía unos blancos con puntitas rosadas. Se los habíamos visto en el vestuario, antes de la clase de gimnasio. A escondidas, el martes, día de mercado en la plaza, cogía la lista de la compra que mi madre colgaba de la nevera con un imán y me lanzaba a la compra de naranjas para exprimir y, a la vez, a la búsqueda de esos pequeños sujetadores. Pero en todos los puestos sólo habían prendas enormes de un horrendo color beige, como fabricadas para las glándulas mamarias de una vaca lechera.

De todas formas, mientras me tomaba el zumo de naranja diario que, según la versión oficial de mi madre, me ayudaría a crecer y a ahorrarme unos cuantos resfriados, me asustaba la idea de hacerme mayor en el pueblo. Veía a diario la mujer de la librería, con su gruesa verruga como una bolsita de sangre violeta, colgando del labio, sacando el polvo de las novelas amarillentas del escaparate, las tres chicas de la peluquería con el cabello de un idéntico rojo chillón que salían simultáneamente con el mismo chico en sábados alternos, la farmacéutica con ese marido como de juguete que tenía que subirse a un taburete para alcanzar los medicamentos, las dos gemelas siempre vestidas idénticas sentadas en el banco del parque mientras su matriz se iba resecando al mismo tiempo que su piel, esa chica sin dedos en las manos que se dedicaba a cuidar niños, la cartera que se mató el mismo día que estrenaba coche a trescientos metros de la salida del pueblo, y las monjas.

Mientras en mi cajón no hubiese ese pequeño sujetador, aún podía seguir saltando la valla del jardín de uno de los balnearios y colarme en la piscina, donde los viejos no se bañaban, por fría o por profunda. Aún podía ser aceptada en el equipo de fútbol del cole. O bajar sentada en mi monopatín de plástico naranja toda la cuesta de la calle Escoles Pies con Avenida Pi i Margall. Llevaba el pelo corto y las rodillas magulladas. Aprovechaba la ropa de mi primo. Salía a buscar espárragos con mi padre los fines de semana de otoño. Les contaba historias de terror a mis hermanas y me escondía a medianoche bajo sus camas para asustarlas. Pensaba que eso duraría para siempre, como el agua caliente de las fuentes, que salía a 70 grados de temperatura aunque nevase.

Pero algo estaba pasando con los sábados a la tarde. Ya no era el Nos llamamos, vamos al parque a columpiarnos y a comprarnos unas chuches al quiosco. Ahora, mis amigas escondían botes de maquillaje en los bolsillos de sus vaqueros y se pasaban la tarde apoyadas en un banco de la plaza comiendo pipas. Y ya no era un simple comer pipas, y chupar la piel salada hasta que lloraban los ojos, y hacerlas crujir. Era un gesto ensayado, una coreografía de labios y crema de cacao y miradas despreocupadas hacia los chicos de las motos a los que sólo unos meses antes metíamos plátanos dentro del tubo de escape puramente por joder. Yo nunca aprendí a comer las pipas con un mínimo de elegancia. El resultado siempre era una indigestión de cáscaras y las uñas rotas.

Mientras miraba cómo alguna de mis amigas había conseguido cruzar la calle y subirse a una de esas motos. Alejarse luego, rápido, sin decirnos adiós. Los suspiros. El pensar, otro día me tocará a mí. Regresar a casa y a los pijamas de ositos. A las muñecas barbie apoyadas en los estantes. A soñar que éramos rubias y mayores y que vivíamos no importa dónde, mientras no fuese en ese pueblo.



Over.

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