martes, 2 de diciembre de 2008

Los pedales.

Recuerdo, con previsible emoción, aquel viaje en colectivo, cuando tenía quince años y volvíamos de algún lugar.

Yo me había comprado mi primera guitarra eléctrica, una Faim modelo SG, que para que se entienda, sería algo así como un coche económico, de baja cilindrada, y usado. Los sábados por la mañana venía el profesor de guitarra. Yo le dije: “es imposible que pueda pasar los acordes sin mirar la guitarra”. El me dijo: “Ya lo vas a hacer, con el tiempo.”

Me acuerdo de Lina, con quien todavía no éramos amigos, toda maquillada y fumando. Me pareció increíble que una mujer fumara dentro de un colectivo. Al lado mío venía un chico llamado Martín, y si no me equivoco, después de aquella vez no lo volví a ver.

Pasó el tiempo y los sábados me costaba levantarme, pero el profesor venía igual. “¿Practicaste?”. “Sí, claro”. La escala pentatónica en la menor y un poco de quintas para sentir el ritmo del rock. Hasta que un día pasé los acordes sin mirar, con cejillas, en todo el diapasón, incluso le acertaba al do mayor en el octavo traste. Cada vez que lo logro, me acuerdo de esto que cuento. La memoria ha enlazado la imagen por algún motivo.

Martín me pregunta qué pedales uso. “¿Pedales para la guitarra?”. Con un disimulado aire sobrador, me dice: “Si seguís tocando, ya vas a ver lo que es un pedal de guitarra”. Claro que lo supe. Pasmosa ignorancia. Y bella, por qué no.



Over.




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