domingo, 20 de julio de 2008

Un cuento de Juan José Millás.

Cuando no se te ocurre nada, lo mejor es abrir un libro, cualquiera, y empezar a copiar. Primero un párrafo, después otro. Animarse a copiar un capítulo entero de una novela. De repente se puede traducir, y después buscar la traducción "oficial". O no traducir nada, copiar y listo. Y después guardarlo, o borrar todo.

Lo que sigue es un cuentito de Juan José Millás, del libro "La viuda incompetente y otros cuentos". Esto es Millás, esencialemente, ese tipo de autores que escriben de tal modo que uno dice: yo puedo escribir mil cuentos así. Pero no. No se puede. Como sucede con Etgar Keret o Fabián Casas. No se puede.


Vendas Estériles


En todas las casas había un botiquín. Ahora también, pero la diferencia entre uno y otro es que el de la infancia permanece aureolado por el recuerdo, que contamina de nostalgia todo lo que toca. Aunque solía estar fuera del alcance de los niños, yo me las arreglaba para llegar a él y abrirlo. Me gustaba el conjunto formado por el agua oxigenada, el alcohol, la mercromina… En el de mi casa se guardaba asimismo el bicarbonato, que mucha gente prefiere tener más a mano en la cocina. Cuando se popularizó la sal de frutas, también encontró su lugar en aquel armarito que llevaba una alarmante cruz roja pintada en la portezuela.

Lo que a mí me impresionaba más eran las vendas, por el adjetivo al que solían ir adheridas: estériles. Vendas estériles, así las llamaba mi madre, como para diferenciarlas, pensaba yo, de otras quizás que podían tener hijos. A veces, imaginaba la posibilidad de sorprender a una venda en pleno proceso de reproducción y sentía un asco sin límites. Nunca me gustaron, debido a esa connotación fertilizante tan difícil de asociar a un tejido. Mi miedo a las momias no provenía tanto del cadáver que guardaban en su interior como de los vendajes en que permanecían envueltas. ¿Habrían sido capaces – me preguntaba con angustia – de inventar los egipcios un tipo de envoltura estéril. Hace poco me disloqué un tobillo, y tuvieron que vendármelo. No pude evitar la pregunta de si la venda estaba esterilizada, a lo que el traumatólogo respondió con una mirada de perplejidad.

Las palabras de la primera época de nuestra vida poseen una capacidad de impregnación sorprendente. Cuando pronuncio el término venda noto en la lengua el mismo sabor de entonces. Y no me gusta: sabe a cosa rancia, caducada. En relación con los procesos reproductivos, conservo otra fobia: las de las galletas. Mi madre las compraba hojaldradas, de Cuétara, pero yo entendía engendradas, quizás porque el término correcto carecía de significado para mí. La idea de unas galletas que hubieran tenido la necesidad de ser engendradas, me daba asco también, así que no las comía. Continúan sin gustarme. Si alguien me pregunta por qué, respondo que porque son mamíferas, así que se quedan perplejos, igual que el traumatólogo, y por lo general no insisten.

Cuando murió mi madre y tuve que hacerme cargo de sus cosas, uno de los primeros armarios que abrí fue el botiquín. No había vendas, ni estériles, ni reproductoras. Tampoco había mercromina ni agua oxigenada; estaba lleno, sin embargo, de ansiolíticos y somníferos. En ese cambio percibí el paso del tiempo y la degeneración que los años operan sobre las personas y las cosas. Comparado con el de mi infancia, tan ingenuo, el de los últimos tiempos de mi madre era un botiquín oscuro, lóbrego, complicado. Pero todavía lo conservo.



Over.


PD (innecesaria): Sí, ya sé, no hace al cuento, pero la mercromina vendría a ser nuestro merthiolate, más o menos, con su característico aroma y color rojo. De hace mucho tiempo, claro.


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