jueves, 3 de julio de 2008

Vía 1


Blas está sentado en uno de los asientos de cemento que se repiten a lo largo del andén. En la vía 1 todos esperan la misma fila de vagones que no se detendrá hasta la próxima estación. Yo no voy a decirle nada a Blas, no voy a correr hasta la estación para tocarle el hombro. No voy a decirle que por los altavoces una señorita dirá que el tren está cancelado por el momento por razones ajenas a la empresa y que después en la taquilla le digan que la huelga es sorpresiva, que no saben nada más. Así que Blas le pregunta al hombre de la taquilla si el boleto le servirá para cualquier momento o si tiene que quedarse en la estación hasta siempre. El hombre lo mira sin decidirse entre el fastidio y la compasión. “No lo sé, señor”. Llueve y la cafetería aun no abrió. El cielo, cerrado, detiene toda presunción de amanecer, y yo, inútil y tarde, no voy a decirle a Blas que espere, que un servicio de emergencia se pondrá en funcionamiento, que no se vaya.

Los ventanales del comedor dan al río. La lenta corriente reúne a un grupo de patos. Hoy, los patos no están porque llueve y hace tanto frío y Blas acomoda el piloto sobre el sofá blanco. Después se tira él. Es increíble que por fin se haya decidido a ir en persona hasta ese lugar y que justo pase lo de la huelga y yo me venga a enterar de que Blas no va ir hasta la tarde cuando en dos horas nomás podría estar en el tren.

Blas había dicho que llegaría al otro día, para que fuera una sorpresa, y ahora con lo de la huelga no sabía si llamar y atrasar la llegada. No. Sería poner demasiada importancia en su regreso, se darían cuenta. ¿Y si llegaba más tarde? Bueno, lo mejor era esperar, volver a la estación hacia el mediodía y ver qué pasa.

Un año exacto. Blas piensa en eso con cierto remordimiento, como si la ausencia fuera un aviso, como si le hubiera impuesto la necesidad de extrañar a demasiadas personas. “La culpa de no poder olvidar”, se corrige mentalmente Blas. Lo de su padre lo sabía antes de venir, pero como le decían que estaba mejorando, le restó importancia. A mí me gustaría por lo menos decirle eso, que nadie le decía nada porque su padre lo había ordenado. “Papá no está bien de vuelta, dice que te llama él para contarte”. Es mentira, nunca había estado bien, y ahora los doctores empezaron con lo de nuevas terapias, nuevas medicinas, mierdas, todas mierdas que juegan siempre en contra. Yo sé que Blas quería irse, que siempre lo había pensado, pero le podían haber dicho, eso, y yo quiero correr hasta la casa y decirle que se apure, que vaya ahora a la estación, o no sé, que espere hasta mañana, para todos es lo mismo, pero para él no, la puta madre.

En la penumbra de un mediodía débil, le fue fácil a Blas perder el control de los párpados. No sé qué soñó, pero me gustaría que fuera uno de esos sueños de los que no querés salir, como si estuviera dentro de un mar cálido que lo fuera transportando con la punta de los dedos, hasta que la marea lo sumerja en otro sueño más profundo y real. Algo que le permitiera un olvido prolijo, sólo eso.

Cuando abre los ojos, el pequeño piso se ha llenado de jirones de luz. Blas mira el reloj y cierta ansiedad lo levanta del sillón y le hace olvidar el billete de tren. Da una última mirada a través del ventanal y ve cómo una inútil lluvia baila a merced del viento. Cierra la puerta y también olvida los cigarrillos en la mesita de luz. Eso me da mucha bronca, porque nunca se olvida los cigarrillos, y ese minuto, segundo, lo que sea, hubiera cambiado todo. Yo, por ejemplo, no estaría en esta estación buscando como un idiota, uno de los asientos de cemento que se repiten en todo el andén. En esta vía 1. Pobrecito, Blas, si no hubiera salido corriendo. Si tan sólo eso.



Over.

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