domingo, 17 de agosto de 2008

En este caso, no es porque sí.





Vuelvo al inspirador ensayo de Ivonne Bordelois, Etimología de las Pasiones. Vuelvo a la página 94 de la única edición. Lo busqué y lo encontré, con lentitud y sosiego, rearmando el placer de leerla.

En esa página encontramos la cita de la famosa antítesis entre los postulados lingüísticos de Saussure y el poético Walter Benjamín. El adjetivo no es menor, porque otro no le puede adjudicar a quien dijo que: “toda palabra y toda la lengua es onomatopéyica”. Y desde la apacible Ginebra, Saussure asegura que: “no existe ligazón natural que una el signicado con el significante”, basándose, entendiblemente, en las diferentes palabras que existen para nombrar el mismo objeto en los diversos idiomas: ventana, fenêtre, window, por ejemplo.

Lo siento por los defensores de la arbitrariedad del signo, pero Benjamín primero, y Bordelois, después, son mucho más persuasivos y casi desbaratan la tan mentada independencia del signo.
Bordelois aborda el tema desde la fonética y la posición de los labios al pronunciar ciertas palabras: M, con los labios hacia fuera, y el consiguiente mamá, mamar, amor. La conjunción de la "ps" en psycho o psique, los cuales significan en griego soplar, respirar, aliento, soplo de vida, alma, deseo.

Bordelois es impecable, pero como suele suceder, cuando uno defiende una teoría, si quiere encontrar ejemplos, los encuentra. Y por esto, la escritora hace referencia la a racionalización del signo a la hora de quizás aceptar que Saussure no estaba “tan” equivocado en su postulado.

Aquí entra mi juego y mi responsabilidad. Yo creo que la raíz de la palabra tiene un correlato psicológico de aceptación y placer, el cual fluye de un modo profundamente críptico. Las sensaciones que producen las palabras en nuestra boca a través de sus sonidos deben de tener un asiento fundamentado en nuestro cerebro.

Bordelois ensaya una teoría fonética asombrosa, y no se equivoca. Diría más bien que no alcanza a toda la lengua. Y es ahí donde siento que toda elección unidad lingüística tiene un cimiento para nada arbitrario. Si en español decimos caballo y en inglés decimos horse, no hay una comprobación de la libre elección. Simplemente se trata de dos fonemas equivalentes que por constitución del idioma, provocan el mismo sentimiento de placer, de satisfecha elección entre tantas posibilidades.

Las palabras llegan a su uso no por prepotencia de repetición sino por su óptima cualidad fonética. ¿Cómo se llega a ese lugar? Nadie lo tiene del todo claro. Hay teorías que explican ese recorrido, pero no alcanzan para aplicarse a todas las palabras. Quizás algún día se pueda rastrear con más facilidad, aunque adivino que tal posibilidad es tan incierta como la respuesta a la mayoría de las cuestiones existenciales que nos azotan todo el tiempo.

¿Qué conjuro, qué magia decretará en mi cuerpo, el sonido de tu nombre en mis labios, en el río de mi mente, en el sueño que no te nombra pero te ve? ¿Te busqué por tu nombre o tu nombre se alinea entre mi deso y mi destino? ¿Qué pasa con mi nombre en tí? ¿Qué demonios, fantasmas, talismanes o bendiciones se despiertan? ¿Algo se despierta o duerme para siempre?

Over.

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