sábado, 23 de agosto de 2008

Haroldo Conti y ese humor vagabundo.







Una luz temblando en el río, flotando su frío de lejano reflejo. También esa luz puede ser Haroldo Conti, otro de los atrapados por la ametralladora de silencios que ardió allá por los setenta, acá en Argentina. Mayo de 1976, ayer nomás.

La puerta de entrada (natural, académica y real) a su literatura es, sin dudas, “Todos los veranos”, ese cuento que hoy sería una nouvelle y nadie pondría el grito en el cielo.
Ese cuento sobre el padre navegado por la nostalgia, despojado de historia y ya narrado en sus últimos tiempos por el hijo que lo recuerda con la misma sordidez que el relato. Digo, la narración tiene el mismo tono que la memoria del hijo, y eso ya es excepcional.

“El final del invierno estaba en el aire por más frío que hiciera. El viejo vio las señales en el cielo y en la tierra. . Y también sucedieron algunas cosas dentro de él porque todavía no estaba muerto.”

“Mi padre, que confería a todas las cosas un sentido especial, bebió con el Oscuro una botella de caña paraguaya y escuchó con cierta unción
Praça Onze. Tendido en la galería, a la altura de las primeras ramas, uno creía flotar en aquella nubecita verde que fue cobrando intensidad con los días, como si brotara más bien de nuestro recuerdo, para fijarse en el tiempo usurpando aquel largo vacío del invierno”

Claro que pegadito a Todos los veranos viene Sudeste, la novela que se ata o se complementa con aquel cuento.
No sé, en la bruma que repasa la memoria del padre, hay como una sensación de inevitable destino; la premisa de que la mayor parte del tiempo, vivir es tener la esperanza de continuidad. Cuando cae esa ilusión, la película termina solita. ¿Se entiende?





Over.




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