lunes, 11 de agosto de 2008

Sé, por ejemplo.



No sé mucho. No sé qué libro me llevaría a la isla desierta. Pero sí sé que cuando aterrizó el avión, llovía de manera imbécil, y que mi vieja maleta no tenía rueditas y que hice todo lo que hice porque en el salero entró la misma dosis de lucidez y olvido. Era de noche y tomé el único taxi en un año y medio, y no me interesa contarte nada de lo que dejé de hacer, a todo lo que renuncié, simplemente porque es un problema mío y aunque me entendieras lo mismo da. De lo que gané, tampoco, yo no hago cuentas contigo.

Que no sé, claro, pero sí sé que me llevé la antología de Dahl, el Oxford Companion, La Condición Humana (la de Malraux, no la de Arendt), y la antología de la literatura fantástica. No fui a ninguna isla desierta ni me llevé un solo libro, ya ves, pero en cierto modo era lo mismo, eran palabras en un territorio ajeno. Territorio ajeno.

No cambió el sueño ni el remordimiento, y si me apurás, el laberinto era el mismo. La noche era tormentosa y espesa, y el humo de los años erraba como si la distancia fuera tiempo. La distancia es tiempo.

Es infiel el hombre pero no el recuerdo, y ajustado a su empeño, lo dicho dicho está, en letras de bronce, con moño y todo. Después, el resto vino solito. Malraux sufría la Tourette, igual que Monzó y que Pujol. El sorteo de primaveras no se olvidó de mí, y aunque supe todo lo que hiciste, las cartas que volvieron mareadas de sin destino, con el signo del rumbo olvidado, callé. Callé. Y no me arrepiento de lo no nombrado. Sin quererlo, me fue bien. Y a eso no hay progrom del alma que lo destierre.


Over.


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