Rodericus Latouche (1887-1942), autor de “Sueños del que no viaja”, novela que sin duda le ha deparado una fama injusta, viajó por última vez antes de su muerte a Collioure, en el sur de Francia. Nada (o poco si es que estas líneas buscan alguna justificación) se ha dicho sobre aquel viaje. Corrían los primeros días de enero. “De no ser por el viento, no diría que estoy en invierno, pero me hace bien, porque hay un invierno personal que me hostiga hace años, y ahora es general, para todos lo mismo, como si me entendiesen todos los que pasan a mi lado”.
Así empieza esa especie de diario que el viaje fue escribiendo. Sólo tres hojas, mínimas y finales, les permite Latouche a nuestros ojos. Sabemos que partió de Barcelona, ciudad que le inspiraba un amor ambiguo, que tomó fotografías de la costa brava, que vio en la boca de una mujer los labios de Kellian, la “triste arena del desierto / que me tejes y me olvidas”, a quien le cantaba: “qué importan los días que nos hunden, la sangre atenta que nos gasta / si en la noche y en el sueño, huimos al mismo sitio”. Nos cuenta que en Port Bou perdió el tren porque quiso sentir la “triste y hermosa soledad de las fronteras”, que al bajar en Collioure oyó su amado y perdido francés en la boca de un niño y que eso lo estremeció. Pagó dos noches en la habitación 104 de un hotel “anónimo y cruel, como son los hoteles limpios y caros”. Caminó por la ciudad, tomó muchas fotografías, disfrutó de los petit-déjeuner más que de otra cosa, y sintió que “las mañanas fingen el fiel engranaje de un comienzo, una sombra que no empieza ni termina nunca”. Camino a Carcassone, se detuvo en Perpignan y regresó: “Quiero que el sabor del mar se quede por siempre en mí, como primera y última imagen”.
Ya llegando a la tercera hoja, podemos leer la eufórica gratitud que le deparó la primera lectura de Shakespeare, una línea de su siempre admirado Mallarme: “Nada, ni los jardines que lucen en los ojos / sujetará este pecho en el mar sumergido”, los adjetivos “desolado” y “enojado” para referirse a Nietzche y unas palabras finales que dice haber sentido cuando sus oídos escuchaban que estaba de vuelta en Barcelona: “mi destino, ya cansado, busca la línea en donde firmar”. Aunque pasaran otros siete meses para que la bala lo durmiera, sabemos que fue aquel último viaje el que ya había apoyado el arma en su sien. Su novela, que recibió críticas del estilo: “la obra de un escritor que se perdió a mitad de camino y tuvo la desdicha de no reconocerlo”, es, para mí, una irónica osadía de la falta de reconocimiento que tuvieron sus poemas. Latouche escribió esa novela para que no se leyera, para que la perdonara el olvido, para que se entienda que su vida estaba en la poesía.
Ahora, con la próxima publicación, entre otras cosas, de estas tres hojas que nacieron en su último viaje, su memoria y la nuestra quedan, de algún modo, equilibradas
Over.
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