Es, por qué no, una humorada
anacrónica, hay que tomarla así, como una nostálgica necesidad de
reanimar viejas discusiones, cuando no existían pruebas ni certezas, y
el campo era amplio, y todo el mundo podía tener razón, según el tono de
su voz o la paciente persuasión que ostenta un buen discurso.
De
no ser así, que en las postrimerías del siglo XX (porque el siglo XXI
apenas empezó), sigamos con estas diatribas que tienden a fundamentar lo
errado, digo, que después de tantas pruebas, certezas y hallazgos,
todavía haya individuos dispuestos a dar cruentas batallas en lo
concerniente a la salud mental, es, por lo menos, descabellado. O
intolerable. O triste.
Una vez más, ahora en la Revista
Ñ, se publica un artículo sobre la endeble contraposición entre el
psicoanálisis (sí, leyó bien) y la medicación psiquiátrica. El aterrador
mundo de los ansiolíticos y demás psicotrópicos y el magistral comando
del psicoterapeuta, enfrentados con fiereza, anudados en una lucha sin
sentido.
Dije: lucha sin sentido. No dije: pelea que daña a todos menos a los contendientes. Vamos al barro.
Es fama la historia que habla de una mujer esquizofrénica, “habitué”
de guardias psiquiátricas. La mujer refería su continuo oír de voces
que la aturdían dentro de su cabeza, que le hablaban, le daban órdenes,
la sometían. Hasta que un médico, ya cansado de su relato, decide
aplicarle una buena dosis de halopidol, conciente de que las voces se
borrarían por un buen tiempo.
Dicho y hecho, la mujer
mejoró su condición. Por eso, cuando el psiquiatra la vio en la guardia,
supuso que la mujer venía por otra dosis. Contrariamente, la mujer
refirió otro problema: “Doctor, ahora que las voces no están, me siento terriblemente sola. Las quiero de vuelta, por favor”.
Ahora
bien, ¿lo descripto habilita a cualquier persona a suponer que una
terapia psicológica es más efectiva, prudente o recomendable que la
inyección de Halopidol? ¿Acaso es aceptable que se intente a través de la palabra, el alivio a un síntoma “eliminable”?
En este texto,
la innecesariamente rebuscada María Moreno, quiere decir algo que no
termina de decir, exponiendo su experiencia, pero enredada en un
complejo desarrollo discursivo, cuando en realidad, lo que no debería
haber en dicho texto, es complejidad.
Esta bien, aplausos para la escritora/paciente. Listo, silencio.
Ahora quiero hacer hincapié en esta declaración tan, pero tan “psi”:
Si me apuran podría decir, si no que soy más feliz, que puedo tomar la porción de felicidad que me permite el síntoma” .
No,
por dios, qué triste máscara para la mediocridad. Cuando la autora dice
“felicidad”, ¿no está acaso utilizando un errado sinónimo de goce? ¿No es, por cierto, una apología de la vulgar posibilidad de “hacerse amigo de la enfermedad”?
Concluyo obviedades:
Que nunca nadie debe hacerse amigo de ninguna enfermedad. Es matar o morir. O que te maten, lo cual es bastante más penoso.
Que no hay dos veces de nada, que sólo hoy importa, y que nunca, pero nunca debe ser trocado por un anunciado mañana mejor.
Que se termina, pero antes hay demasiado tiempo.
Que
hay pastillas que te ayudan a dormir, a sentirte mejor, a no tener
alucinaciones, a no querer meterte el tiro. Nada más, el resto es vida, y
es ahí dónde debería entrar la terapia.
Pero bueno, no soy nadie para hablar de estos temas, mejor pongo un disco de Ana Cañas, y mientras canto me hago el idiota.
Over.