La señora P. vuelve del supermercado y después de cerrar la puerta y entrar a la cocina cree haber visto algo en la sala. Enciende la luz y sólo ve el sillón y la vieja alfombra. Cuando apaga la luz, lo ve otra vez. Se da cuenta de que sólo se percibe si no se lo mira directo. Es un cuerpo de hombre caído sobre la alfombra. Intuye que está muerto pero no se asusta. Enciende la luz y otra vez lo mismo, desaparece. Al día siguiente, vuelve del trabajo y ahí está, boca abajo, con pantalones marrón, camisa blanca, despeinado. Unos treinta años. La tercera noche ya no enciende la luz y duerme sabiendo que en la sala hay alguien. Boca abajo y muerto. No se lo cuenta a nadie, es más, toma la precaución de iluminar el lugar a toda hora cuando alguien viene de visita. A los quince días, también a oscuras y mirando sin mirar, advierte que el hombre está desnudo y que una mujer ha hundido la cabeza entre sus piernas. El hombre gira la mirada hacia atrás y vuelve a caer boca abajo, vestido, muerto.
El señor G. le dice a su novia que al otro día la llamaría. Llega a su casa y abre el sobre. En la carta alguien le cuenta la historia de la señora P.
G., que hace rato anda buscando una idea, se sienta frente a la computadora y empieza el cuento. Hay más de un muerto y en un momento la señora P - que ahora se llama Florencia - también se desnuda y muere con el hombre. G. empieza a corregir el cuento y desde atrás, un puñal le acierta en la nuca. Los ojos quedan abiertos, inútiles.
La novia del señor G. entra primero al departamento de su amado. El perro ha rasgado toda la parte inferior de la puerta de madera. La puerta de la habitación que nadie abrirá desde adentro.
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