domingo, 1 de junio de 2008

Restos

(Inspirado fiel e ineludiblemente en el cortometraje Residuos de Uriel Wisnia)














Cada día, cada tarde de cada día, hasta que abrías la puerta con fastidio y caminabas con la mirada rendida y sin ganas, porque estabas cansada, ¿no?, yo vi cuando te quisiste ir, salieron todos los vecinos, yo estaba ahí, en serio, y al final se fue él, ya casi de noche, llegó el taxi y vos lo espiaste por la ventana, él ni se dio vuelta, vos también te diste cuenta, estoy seguro de eso. Yo iba con mi carrito amarillo, bueno, en realidad es negro pero la bolsa que lo rodea es amarilla, por eso lo digo, y mi escoba tan ancha, y ya casi sabía con exactitud la hora: abrías la puerta y cargabas la bolsa con la mano derecha (deduzco que sos diestra, ¿no?) y llegabas hasta el cesto sin mirar a ninguna parte, tirabas la basura y repetías el recorrido hasta desaparecer. La luz de la cocina quedaba encendida y te quedabas un rato mirando la televisión, pero no la mirabas, yo lo sé, y era como que ibas y venías dentro de la casa. Sabés, a mí me pasa lo mismo, camino de acá para allá, como si tuvieras definida una zona obligatoria, ocupar el tiempo, no dejar que el tiempo tome libremente la decisión de su ocupación, porque te ponés a pensar y ahí se complica todo.

Por qué no decirte que yo nunca pensé hacer este trabajo, y sin embargo, ahora que camino mirando el suelo, juntando tierra y ramas y botellas de plástico, no sé, me siento más cerca de mí, menos apartado del destino que me fue acorralando hasta lograr mi aceptación.

Fui juntando las bolsas. Las abrí con paciente dedicación, como si fuera ésa la razón de seguir después de la cena, un momento íntimo y personal. Sé que te gustan las aceitunas, la mayonesa sin huevo (qué cosa rara, ¿no?), el jugo de limón, las mermeladas de cereza y de durazno, y sé, lo deduje te imaginarás, que no era a vos a quien le gustaba el queso roquefort, la cerveza y la mostaza. Limpié bien cada uno de los frascos de vidrio, los alineé vacíos en la heladera, en la alacena, sobre la pequeña mesita que tengo en el comedor. Lavé la camisa blanca, el pantalón marrón y la blusa celeste. No me parece que el pantalón estuviera para tirar, pero bueno, es tu decisión. Sabés, de algún modo quiero contarte todo el tiempo que yo era otra cosa antes, que no barría las calles y que no llegaba con lo justo a fin de mes. Qué decirte de los años de estudio, de las horas que se entorpecían de esperanza y de ilusión. Y de esta casa, tan quieta y abandonada, tan colmada de un tiempo que me parece irreal. No sé, siento que el porvenir sólo me permite limosnas, sentencias finales que me devuelven a un tiempo del que salí y que me ha juzgado perdedor. Y así van las cosas, con el olor del verano subiendo desde las alcantarillas, o el frío tenaz que duele en las manos. ¿Te sigo?, no, no me parece, yo estoy indefenso ahí, cuando paso al borde de cada tarde y me parece mentira que nunca te hayas dado cuenta. No creía en nada, sabés, y de repente, al cuarto o quinto día, sentí el hambre de una meta, las garras de un plan tan simple y adorable. Verte, esperar pacientemente la bolsa, acercarme y disfrutar de la victoria, las horas que me esperaban gozando del contenido. Los restos.

Fue el frasco de perfume. En realidad, cuando lo vi ya sabía que no podía esperar más, que tanto juego de esperas y búsqueda gritaba fin, o cambio, algo. Fue fácil encontrar el mismo perfume, lo vendían a la vuelta de casa. Pensar que la mujer que me atendía se quedó como helada al verme. Hacía años que no pasaba por allí, casi desde que esta casa se detuvo, como te dije. ¿Te dije que yo antes era diferente, que en esto que llamo hogar éramos tres y que yo trabajaba en una oficina en el centro, con un escritorio para mí y todo? ¿Te dije que gané el premio al mejor cuento en mi último año de secundaria y que siempre me dio por escribir? ¿Te dije que no escribo nada desde que esto que llamo hogar sólo es ocupado por mí? Y que nunca compré un perfume, ¿eso te lo dije también?

Bueno, todo fue así como te lo cuento, primero las bolsas, tus bolsas, los disimulados atardeceres en los que me demoraba barriendo una y otra vez la calle de tu casa, tu pelo negro, tus piernas, hasta una vez soñé que estábamos en la playa, tu soledad, la mía. Y me puse la camisa blanca que lavé por primera vez después de tanto tiempo, los zapatos negros, el pantalón beige. Me miré al espejo y encontré un cuerpo perdido, unos ojos metidos en sí mismos ya acostumbrados a ver otra cosa, otro cuerpo y otro hombre. Salí con el perfume en la mano, tocándome el pelo todo el tiempo, odio estar despeinado, y me senté a esperar, no sé, me pareció que debía respetar todo lo sucedido, las secuencias que me habían llevado hasta la puerta de tu casa. Esperé. Sé que repetí una espera, una demora que ya había vivido varias veces, esas horas que se plagian y que nos otorgan el mismo lugar, la misma ubicación. Te vi salir y me puse de pie, pero no me viste, estaba oscuro, y tiraste la bolsa en el cesto y estabas como enojada, no sé. En ese mismo instante me llené de olvido y lloré porque sentí miles de culpas en mis manos, bien dentro de mi cuerpo, porque me sentí injusto y egoísta. La luz de la cocina estuvo encendida hasta tarde, el frío me untó la boca y los ojos, y me fui, claro.

Ahora, el perfume es como una pista, una seña que me permite seguir, una corazonada a cualquier hora, cuando pienso que esto que llamo hogar desea mutar y cobrar vida. ¿Dónde estarás mientras lees esto? ¿Dónde estaré yo? Igual es lo que menos importa, “vos y yo”, ¿no?



Over.

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