domingo, 4 de mayo de 2008

Inesperadamente, Roald Dahl

A mí, el nombre Roald Dahl siempre me olió a anagrama. Cuando apuesto, pierdo, y siempre aposté que no era ése su verdadero nombre. Casi me defiendo al saber que su padre se llamaba Harald, pero no, no hay caso. Es su nombre. Su nombre inglés con ingredientes noruegos.
Otro más en la lista de autores para niños y adultos. Ya lo sabemos, De Santis por estas pampas, o Stevenson, allá lejos. Supe de grande que lo había leído de niño, o visto, o escuchado. Supe de grande que tenía el pulso para construir cuentos impecables.

Prolijo y sin aspiraciones rupturistas, no me juego nada si digo que sus historias están trabajadas desde un fuerte apoyo en el argumento sin interesarse en la construcción semántica, esa en la que se elige celosamente cada palabra. A un inglés, eso se le admira. A un argentino se le achaca. Y está bien.
En la portada de mi Collected Short Stories, una crítica del Observer lo define como “The absolute master of the twist-in-the-tale”- (esa hyphenated word, en nuestro idioma prescinde de los guiones y no es más que “vuelta de tuerca”). Y tiene razón el comentario, ya que de repente, cuando el final parece atado, un misterioso soplo termina con los nudos y todo cambia mágicamente ante nuestra atenta mirada.
Tomo este cuento, “The way up to Heaven” (“El Camino al Cielo”, del libro KIss Kiss, de 1960. Siempre me fascinó y lo sigo leyendo y el hechizo está intacto. Más o menos es así:
Un matrimonio rico que vive en Nueva York. La señora que sufre obsesivamente por el mero hecho de llegar tarde a algún lugar. Sufrimiento que se vuelve casi insoportable. El señor, que no concibe esta forma de angustia, durante muchísimos años va llevando al límite la tolerancia de su mujer, haciéndola sufrir. Pero la señora es grande y jamás aceptaría reprocharle a su marido esa actitud. Hasta que un día, la señora se ausentará de su mansión por seis meses ya que viajará a visitar a su hija y sus nietos que viven en París. Por primera vez la señora viajará sola, y su marido se mudará al club durante ese tiempo. La casa quedará cerrada. Ya afuera de la mansión de seis pisos y una vez dentro del coche que los llevará al aeropuerto, el señor dice haber olvidado un regalo. La señora sufre sin medidas, y entiende que ese olvido pudo haber sido adrede. Debido a la tardanza, la mujer desciende del coche y llega a la puerta de la mansión. Va abrir la puerta y un monótono ruido la detiene. Pasan uno segundos. Los suficientes. La señora vuelve al coche y le informa al chofer que su marido no vendrá, que se apure, que el avión está por partir.
Pasan los seis meses en París. La señora no ha olvidado escribirle a su marido. Cuando llega a New York le parece extraño que su marido no le hubiese enviado un coche. Llega a la mansión. Abre la puerta y ve toda la correspondencia tirada en el piso. Siente un olor particular. Camina hacia el escritorio de su marido y mientras recorre el ala izquierda, parece corroborar algo. Toma el teléfono y pide que por favor envíen a alguien para que arregle el ascensor, que según marca en planta baja, está trabado entre el tercero y cuarto piso.
Como en todo buen cuento, los giros se presentan a través de unas palabras, una línea, una pausa. El estado de inmovilidad en la puerta de la mansión es la primera vuelta. El “olor particular” es de una sutileza soberbia. La palabra “ascensor” termina de girarlo todo.
Ojalá haya transmitido el sentido del cuento. Ojalá haya encendido la curiosidad de su lectura. Ojalá sea el ingreso al universo Dahl.
Roald Dahl. Ese autor que no se estudia en las universidades. Se disfruta.






Over.



PD: Francois me apunta algo que había olvidado. El gran Dahl publicó un libro de cocina, llamado precisamente, Roald Dahl's Cookbook. Y más aún, debido a tener una suerte familar equivalente a la de nuestro Horacio Quiroga, fue el inventor de la vávula Wade-Dahl-Till, dispositivo que se usa para aliviar la presencia de líquido en el cerebro. El invento nació a partir de un accidente que tuvo el hijo de Dahl, Theo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ADORO a este autor. Durante gran parte de mi infancia mi lbro preferido fue Charlie y la fábrica de chocolate.

Ahora...con respecto a lo que decís en el tercer párrafo, en qué escritores argentinos pensabas?

Hernán Galli dijo...

Creo que hablo menos de un autor q de un concepto. No agrego nada nuevo si digo que Borges puso a la literatura argentina patas para arriba en el siglo XX. Pero a su vez no creo que deje de ser un emergente de un pensamiento colectivo. La producción literaria argentina del siglo pasado es tremenda. Y por alguna razón, sea borgeana o no, los autores se volvieron exquisitos con la palabra. Que el psicoanálisis tuvo mucho que ver, no tengo la menor duda. Como sea, la concepción de una obra literaria argentina es abordada desde varios “flancos”. Uno de ellos es el modo en que el auto eligió cada palabra, la construcción dialéctica, etc. Si la novela, como ejemplo, es meramente argumentativa y no se “esfuerza” por atender esos planteos, no te quepa duda que será juzgada como algo “llano” o “sin aspiraciones”. Puede ser un error, claro, pero yo lo encuentro como una sofisticación del género. Cuando en España dicen: Los autores argentinos son rebuscados, o complicados, o escriben “difícil”, no pocas veces desnudan su diferente acer4camiento a la literatura. Ojo, ser rebuscado no implica calidad, para nada, me refiero a otra cosa. Un Marechal no tiene mucha suerte fuera del país, tan poca o menos aún que un Denevi y ni hablar de Un Macedonio. Saer, un autor inmenso, es poco celebrado fuera del país. Guillermo Martínez, De Santis o NEuman, por nombrar a algunos de los “nuevos”, no escapan a ese gran nivel del que hablo, y son muy cuidadosos de su narración. Birmajer lo es bastante menos. Kohan está bien. Fabián Casas es un caso especial, no hay dudas. Y cuando se habla como de su literatura sin “padres”, está muy claro a qué se refiere.
Charlie y la fábrica de chocolate es lo que había leído. La peli no me gustó para nada.

Gracias por pasar y leer.

Saludos!