martes, 20 de mayo de 2008

Ya!






En este preciso instante, incógnito y pasajero, fijo y secreto, miles de millones de reacciones químicas entrelazan una idea: Ya. Diásporas de un secreto destrozado, animales del odio y la desobediencia, anulaciones y correcciones, todo y la idea: Ya.

Corre el ómnibus para no llegar tarde, para que el viaje sea más tranquilo, para aprovechar el día y poder deslizarse hasta el final, y correr el próximo ómnibus para no llegar tarde a casa, un poco de televisión, el olor a milanesas en toda la cocina, el beso tan reparador de la esposa que antes fue a quejarse a la compañía telefónica porque no hay tono, y la señorita “Buenas tardes, en que puedo ayudarla”, le insiste que sólo puede hacerlo el titular, y la esposa se llena de orgullo y “¿Usted se cree que el titular puede venir en estos horarios? Viene cansado de trabajar y apenas si tiene tiempo de cenar.” Y la señorita le sonríe y le dice que la entiende pero que ella no puede hacer nada, y ahí, en ese momento, se da cuenta de que su impotencia parece felicidad. Ella, toda flamante con su libertad del orden nueve a cinco, sabe que tendrá tono, que volverá a su casa, rápido para que no se vaya el tren de las cinco y media, y tener un viaje tranquilo, con el librito que dicen que está bueno, llegará a su casa y levantará el teléfono y tendrá tono, y la mujer, pobre mujer, que encima tiene la desgracia de que su esposo “apenas si tiene tiempo de cenar”, esa mujer volverá cifrada en su sueño, y algo que rápidamente olvidará, le hace entender que el orgullo parece desgracia. “Señora, qué culpa tengo yo de que usted tenga esa desgracia.” El librito sigue en la página treinta y dos, clavado y dormido, y la señorita que al otro día “Buenas tardes, en que puedo ayudarla”, no ha oído eso de que el trabajo es muchas veces una imposición social, que la dignidad que implica ganarse el pan está tasada y urdida muchas veces por el emblema de la indignidad, “Ya busco el expediente, aguarde un segundo, por favor”. Esperar, la vida entendida como restos del olvido, fichas de la espera para el juego de la memoria, la unión de los cuerpos a la hora del recuerdo, o la vida de supermercado los sábados por la tarde, el domingo de mate, los lunes del otra vez lo mismo, hasta el próximo viernes por la mañana en que la esperanza de la tregua se estrella contra el sábado a la tarde, y así. La señora o el señor, frente a una ventana que los mira y los detiene, los observa, los recorre hasta que les hace venir esa conclusión de que quizás sería mejor otra cosa, entender que se les ha ido todo entre los preparativos de la boda y la luna de miel que no quiere salir por las noches, que eso de que es mejor llegar acompañado a las fiestas, “pobre Ricardo, debe sentirse muy solo, aunque no lo diga, pobre, ¿lo invitamos a cenar el sábado?” Todo ese escudo que se destroza frente a la ventana. “¿Comemos carne hoy?” El espiral sin freno. No lo querés pensar, sólo un pensamiento, ya, la vida ya, pero va a pasar, el domingo, mientras comemos la tarta de manzana, se lo digo, se lo propongo. Qué importa, ya se va a terminar, ya va a detenerse, contra algo va a detenerse. Contra vos. El freno, vos. Siempre.


Over.

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